
Dr. Roger Leiton THompson
Centro para la Instrumentación Astronómica (CePIA)
Universidad de Concepción y la Fundación Chilena de Astronomía (Fuchas).
La desolación del desierto flanquea al observatorio desde todas direcciones. En el lomo de la árida montaña, como una manada de gigantes metálicos aletargados por la luz del Sol, brillan los caparazones (las cúpulas) que protegen a los telescopios que reposan en su interior. Para no exponer al telescopio y sus delicadas partes a bruscos cambios térmicos, dentro de esos capullos protectores la temperatura se mantiene tan fría como la de la noche anterior. Pero llegada la noche, estos gigantes despiertan y se convierten en cazadores.
Un rato antes de la puesta del Sol, cada cúpula se despereza abriendo sus fauces como en un gran bostezo, listas para devorar el cielo: después de viajar durante quizás miles de millones de años, la luz de estrellas lejanas terminará ingerida por el telescopio. El primer órgano en este proceso de digestión astronómica es un gran espejo (el primario), que captura los rayos que viajan paralelos unos a otros, como un cardumen ordenado de haces de luz. La sutil curvatura del espejo encamina los rayos reflejados hasta concentrarlos todos en un punto (el foco). Y antes de que se escapen de vuelta al espacio, esos rayos son atrapados por otro espejo más pequeño (el secundario), ubicado delante del primario y que tiene por misión mandarlos de vuelta al interior del telescopio. A partir de ahí, la luz continúa su camino en las entrañas del telescopio, recorriendo un camino plagado de pequeños lentes y espejos móviles que dirigen y preparan el haz para ser deglutido por diferentes estómagos mecánico-ópticos (los instrumentos astronómicos). Están los instrumentos que captan imágenes directas del cielo (las cámaras) y también los que desmembran la luz en diferentes colores (los espectrógrafos). De esta forma se extrae la médula del Cosmos.
Durante la noche, el telescopio irá moviéndose delicadamente para cazar a su víctima en el cielo (quizás un cometa, una nebulosa o una galaxia), la seguirá con la mirada, compensando la rotación de la Tierra mientras la devora. Unas articulaciones motorizadas permiten al telescopio moverse sobre una especie de pelvis (la montura), estructura que le da al mismo tiempo sostén y movilidad. El telescopio puede apuntar en cualquier dirección del cielo, deslizándose sobre una finísima capa de aceite que es inyectado a alta presión por bombas hidráulicas justo en las articulaciones que lo unen con la montura. A estas enormes bestias -mezcla de cúpula, telescopio e instrumentos- las controla un sistema nervioso central de computadoras que monitorean cada movimiento y signo vital de estas máquinas, así como la captura y digestión de la luz, de acuerdo a instrucciones precisas.
Y así, lo que entró por la ventana de la cúpula como un montón de partículas de luz descendiendo desde la profundidad del espacio se metaboliza en las tripas ópticas, mecánicas y digitales del telescopio y se convierte en la información con la que los astrónomos nutrimos nuestras explicaciones sobre el Universo.