Nuestro país tiene esa rara condición de ser pequeño, lejos de todo y aun así se las arregla para competir con las mejores noticias planetarias, no siempre buenas, pero noticiosas. El New York Times, hace un par de días, comenta la existencia, en un lugar del desierto de Atacama, donde el tipo de arena, muy fina, la llamada “chusca”, conserva rastros de rocas que desprendidas de cerros vecinos, aunque no cercanos.
Hay depresiones del impacto, de botes, rebotes y rodaduras, con la apariencia de huellas de una criatura gigante. Los investigadores tienen la hipótesis que las rocas probablemente cayeron de las montañas en uno de los numerosos terremotos de Chile, país tectónicamente activo.
Paul Morgan, geólogo de la Universidad Cornell y colaboradores de la Universidad Católica del Norte analizaron las trayectorias de estas rocas y presenta ron su investigación en la conferencia de la Unión Estadounidense de Geofísica en San Francisco, la semana pasada. Sus hallazgos sobre cuán lejos caen las rocas son útiles para diseñar estructuras que puedan proteger a personas y propiedades en áreas propensas al desprendimiento de rocas, explicaron, plenamente convencidos, en medio de los aplausos del respetable público, conmovido ante la peligrosidad de la aventura en tierras inhóspitas.
Las piedras se cayeron para el año de la invención del hilo negro, pero las huellas están todavía allí, permanecen por las condiciones hiperáridas del desierto. Como el resto del suelo de nuestro país no es así, las huellas que dejan las chambonadas de siempre no tienen esa duración, lo cual permite clamar inocencia por falta de pruebas fehacientes.
PROCOPIO