Comparado con otros estados de la época, el reino de Egipto era diferente. Los límites naturales de los desiertos y el mar lo protegían de las invasiones constantes, los ataques y asedios que eran el pan de cada día de Siria, Persia, Grecia o Roma. En estas tierras, si un niño heredero tomaba el trono, era rápidamente eliminado para asegurar que el ocupante fuera idóneo, para hacer frente a tanto facineroso muerto de ganas.
Pero en Egipto, los soberanos -sin importar la edad- eran venerados como “reyes-dioses” y las mujeres los protegían. En lugar de ver al niño como un obstáculo para el poder, las madres, tías, hermanas defendían a los jóvenes en el centro del poder.
Las mujeres de la nobleza egipcia estaban más que capacitadas para llevar las riendas, a veces como regentes, como ocurrió en la dinastía XVIII, por los años 1550 a 1295 a.C. Cuando el rey murió, un niño se convirtió en Faraón; la tía del muchacho, Hatshepsut, sin embargo, asumió el poder gobernando durante más de dos décadas, dejando el reino mucho mejor de lo que estaba.
En esa misma dinastía, por ahí por los años 1.300 a.C., el rey Akenatón impuso a su pueblo el extremismo religioso y nombró a su esposa Nefertiti como cogobernadora. Astuta idea, ya que, además de regia, ella tuvo la capacidad de poner las cosas en orden después de la muerte de este primer revolucionario de Egipto.
Cierra este grupo de faraonas excelentes, la nunca bien ponderada y última de su estirpe, Cleopatra, de la dinastía ptolemaica, de fama universal por haber conquistado, no a Roma, pero sí a dos de sus más feroces representantes, Julio César y Marco Antonio, que nunca se enteraron de quien movía en realidad las piezas.
PROCOPIO