Max Brod, el mejor amigo, el que desobedeció la orden de Franz Kafka de quemar todos sus escritos cuando hubiera muerto, le escribió a Felice Bauer, la entonces novia del escritor, explicándole la razón de faltar a la obligación de respetar esa última voluntad, lo hace por conocer cabalmente el valor de la obra de ese ser excepcional, frágil y básicamente obsesionado con la escritura, que había redactado, entre el 17 de noviembre y el 7 de diciembre de 1912, una de las obras maestras de la literatura de todos los tiempos.
“La metamorfosis” se publicó unos años después, en 1915, así que toca celebrar poco más de un siglo de vida de esa singular historia que se inicia relatando con pocas y geniales líneas, el despertar absolutamente inusual de un viajante de comercio; “Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto”.
En su primera carta a Felice, Kafka le había dejado claro cuál era su mayor obsesión: “Mi vida, en el fondo, consiste y ha consistido siempre en intentos de escribir, en su mayoría fracasados. Pero el no escribir me hacía estar por los suelos, para ser barrido”. Con esa explicación es más fácil entender la reacción de Gregor transformado en insecto, más que el horror o el miedo, o la desesperación de tal horrible cambio, se preocupa de su incapacidad para salir a trabajar, de cumplir con sus obligaciones.
Sin tan profunda transformación, cada uno de nosotros está obligado a adaptarse a los cambios, hacer de la vida propia algo digno de ser vivido, por sobre las dificultades y trastornos, porque con nosotros y sin nosotros, la vida continúa.
PROCOPIO