Roger Sepúlveda Carrasco
Rector Universidad Santo Tomás
Sede Concepción
Quizás poca gente sabe que los vehículos eléctricos son un invento anterior a los de gasolina. De hecho, el primer automóvil de este tipo – una locomotora – fue construido en 1837 por el químico escocés Robert Davidson, alimentado por celdas galvánicas. Posteriormente, en 1881, cinco años antes de que el alemán Karl Benz patentara su vehículo de motor por combustión, se creó un automóvil de 9 toneladas de baterías de plomo. En 1904, un tercio de los vehículos en las principales ciudades de los Estados Unidos eran con baterías, más fáciles de conducir y menos ruidosos que los de gasolina.
Sin embargo, la invención del motor de arranque de Charles Kettering, en 1912, que permite a los vehículos de gasolina ser más autónomos y fáciles de operar, así como la aplicación exitosa por parte de Henry Ford del concepto de la línea de montaje, en 1913, hizo que los vehículos eléctricos perdieran la corrida contra los carros a gasolina.
Con la innovación de Ford, los vehículos a gasolina se volvieron tres veces más baratos que los coches eléctricos, pudiendo viajar distancias más largas que ellos. Desde entonces, el interés por los vehículos eléctricos había permanecido congelado durante casi un siglo, hasta hace poco.
Lo que empezó tímidamente como una excepción y la visión de un hombre y una compañía (Elon Musk con Tesla), es hoy una tendencia que se ha vuelto imparable. Hoy en día, prácticamente todas las compañías y fabricantes de automóviles del mundo están embarcadas en proyectos de vehículos eléctricos. Las cifras así lo demuestran. Las ventas totales mundiales de vehículos eléctricos se han disparado. Sólo en 2017 se vendieron 1,1 millones de unidades, un 57% más que el año anterior. De estos, los dos principales mercados son China y Estados Unidos, con alzas del 72 y 75%, respectivamente; y Noruega el país más avanzado, con un 39% de integración de este tipo de carros, ya sea 100% eléctrico o híbrido.
Las razones que alimentan esta tendencia son dos: por un lado, una nueva y cada vez mayor conciencia y responsabilidad medioambiental y, por el otro, un mayor ahorro de este tipo de automóviles en el largo plazo.
Dado que el sector de los transportes representa cerca del 40% de las emisiones totales de CO2 o gases de efecto invernadero, es más que evidente la necesidad de buscar nuevas fuentes de energía alternativas para nuestro transporte.
Para el caso de Chile, desde el Ministerio de Energía existe un Plan Nacional de Electromovilidad que pretende estimular la introducción de este tipo de tecnologías. Para ello, hemos dado algunos pasos necesarios –aunque no suficientes- en esta materia, en lo que a política fiscal, a puntos de carga y particularmente a transporte público se refiere.
Los desafíos y oportunidades de mercado son también igual de atractivos: una serie de nuevos servicios y actividades se pueden generar a partir de este incipiente desarrollo. De hecho, en este momento, son más de 600 los vehículos eléctricos que circulan por nuestro país, sin contar los buses del Transporte Público.
Sin embargo, lo que pasa con las partes y componentes después de la vida útil del auto eléctrico también se presenta con un problema y de momento como una gran incógnita. Especialmente la batería, que contiene las partes más tóxicas y dañinas para la naturaleza. Un problema casi tanto o más preocupante que las propias emisiones de CO2 de los coches tradicionales.
Como se ve, entonces, el desarrollo armónico no es tarea fácil y exige los esfuerzos mancomunados de todas las partes interesadas: empresas, ingenieros, científicos, investigadores y usuarios en su conjunto.