Los reyes católicos de Castilla y Aragón no podían haber empezado el año 1492 de mejor modo, porque el 2 de enero de ese año lograron la capitulación de Granada, el último reino moro. El segundo más contento era Cristóbal Colón, quien había esperado por años que sus majestades tuvieran a bien financiar su expedición a la India por el otro lado del océano.
Doña Isabel, famosa por lo apretada de puño, con tal de no aportar sus joyas para financiar el proyecto, como expresa la leyenda rosa, recordó un viejo pleito con la ciudad de Palos. Sus habitantes habían sido multados por contrabando y piratería, y les cambió -por una Real Cédula del 30 de abril de 1492- la multa en efectivo, por la provisión y equipamiento a cargo de la comunidad de dos carabelas que se llamaron La Pinta y la Niña.
Colón marchó hacia Palos de Moguer y armó una sociedad comercial con los hermanos Pinzón y el financista Luis de Santángel. Agregaron a las naves aportadas por los de Palos una carabela que sería la más grande, en términos estrictamente relativos, de la expedición, con 34 metros de eslora, a la que Colón bautizaría como la Santa María.
En un día como hoy se difundió el pregón invitando a los interesados a embarcarse y pronto se completó la lista con unos 85 navegantes, de los cuales, sólo cuatro habían estado presos por algún motivo olvidado, completaban la tripulación funcionarios judiciales, un escribano, un cirujano “sangrador y barbero”, un físico, un boticario, un veedor para custodiar los intereses de los reyes y ningún cura. Los maestros cobrarían 2.000 maravedíes por mes, los marineros 1.000 y los grumetes y pajes 700. Como referencia, una vaca costaba 2.000 maravedíes.
No hay suspenso en dejar este cuento hasta aquí, sabemos cómo termina, pero en cuanto a conseguir las lucas, el asunto sigue siendo sino el mismo, parecido.
PROCOPIO