Las leyes se elaboran para orientar el comportamiento de las sociedades. Su origen, por esta razón remota, ha de encontrarse tan pronto el hombre discurre que no es posible ser un ente aislado, que sólo es poco e insuficiente y que su opción de sobrevivir e imponerse a una naturaleza hostil es juntarse con otros como él, ser gregario, a lo mejor a la fuerza, formar un grupo, el cual debió regular las funciones de cada quien y al mismo tiempo normar el mutuo comportamiento.
Es posible que sólo la civilización reciente haya dado lugar a un concepto casi utópico; la protección del más débil, puede que no por generosidad, sino pensando en el futuro de cada uno de los integrantes, en tiempos de vacas muy flacas.
En ese ámbito, se renueva y revisa la legislación de las naciones, en la búsqueda de la mayor justicia, en dar a cada quien lo que le corresponde y en proteger a aquellos que por su edad, por su constitución física o condición intelectual, o por su género, sean vulnerables frente a los que por esas situaciones resulten aparentemente superiores. Andrés Bello definió a la ley, en el artículo 1º del Código Civil de Chile: “Una declaración de la voluntad soberana, que manifestada en la forma prescrita por la Constitución, manda, prohibe o permite”.
Falta todavía crecer en ese común entendimiento, el de proteger al vulnerable por muy diversas causas. Asombrosamente, sólo últimamente están sobre la mesa palabras como negligencia, abuso o acoso, con respaldo de la ley y es que parece ser propio de nuestra humana naturaleza entendernos sino por la razón, por la fuerza, a veces, por más de esta última que de la primera.
PROCOPIO