Jaime Tohá González
Diputado
Hablar de la Universidad de Concepción es hablar de un compromiso de los penquistas con el pluralismo, el conocimiento y la igualdad de oportunidades. Ella es fruto de un osado esfuerzo que prohombres hace ya más de un siglo realizaron para mejorar la vida de sus habitantes.
Las aspiraciones de aquella asamblea de 1917, cuyo resultado fue la dictación del Decreto Supremo 1.038 de 14 de mayo de 1920, por el cual se le concedió personalidad jurídica a la “Universidad de Concepción” corrobora la voluntad de aquellos ciudadanos ilustres. Estos hechos llenos de pasión y coraje cívico tuvieron en su centro a Enrique Molina Garmendia. Abogado, historiador, filósofo, escritor y pedagogo insigne, fue uno de los más notables académicos que Chile ha dado. Nacido en La Serena en 1871, en 1915 llega a Concepción para tomar a cargo una de las iniciativas más importantes de la historia universitaria nacional. Contra todo pronóstico y luchando más allá de sus fuerzas dio vida a la Universidad de Concepción.
“El comité pro universidad” presidido por él, y al margen de toda normativa, no esperó el acto estatal de autorización y sin más puso en marcha el proyecto. Después de vivir un siglo, podemos decir que esta institución es un motivo de orgullo para Chile y además ha sido cuna de algunos de los más importantes profesionales, intelectuales y maestros que haya dado nuestra nación.
Enrique Molina, representa lo mejor del Estado Docente chileno, y lo más alto de una nación que a partir de esfuerzos colectivos buscó abrir paso en favor de las regiones a un acceso universal al conocimiento y a una educación pública de calidad.
Al cumplir apenas diez años la Universidad, Enrique Molina en su discurso recordaba: “Volvía de visitar las magníficas universidades estadounidenses y al ver aquí tanta pobreza, se me encogió el alma. Sentí de una manera atormentadora la enorme responsabilidad que echábamos sobre nosotros con abrir nuestras aulas y aceptar en ellas más de un centenar de jóvenes que confiadamente ponían en nuestras manos sus destinos.
¿Seríamos capaces de corresponder a la buena fe de esas almas adolescentes? ¿Podríamos, como eran nuestros deseos, conducirlos hasta el fin?” Después de vivir un siglo, podemos decir con orgullo que su legado transita calmo hacia el porvenir en las manos de miles de jóvenes, y en las aulas de la Universidad que él mismo viera nacer.