Este es el mundo de los ganadores, nadie quiere esperar su oportunidad en su justo momento, entonces se echa mano a las artimañas que parezcan más adecuadas, no las más rectas, sino las más útiles.
Hay viejos antecedentes para este tipo de seres trepadores, se puede recordar a Tántalo, rey de Lidia e hijo de Zeus. Regalón y amado por los dioses, tanto era el cariño que le tenían, que hasta lo invitaban a participar de sus festejos en el Olimpo. Lo que no sabían era que Tántalo, que por sus antecedentes familiares y sus relaciones cotidianas debía ser una persona de excelente calidad, un orgullo para la sociedad en que vivía, era en realidad de la peor clase y tenía severas fallas estructurales en su andamiaje moral.
Lo espantoso fue que este infame, al invitar a los dioses a cenar en su palacio, temiendo que los alimentos no estuvieran a la altura de sus egregios huéspedes, tuvo la horrible idea de cocinar a Pélope, uno de sus hijos pequeños. Enterado de esta nueva atrocidad, por muy hijo suyo que fuera, Zeus completó cuota, aplastó a Tántalo con una roca, a título de introducción, luego dejó en ruinas su reino y aún después de muerto, fue eternamente torturado en el infierno.
El castigo de Tántalo consistió en estar en un lago con el agua a la altura de la barbilla, bajo un árbol de ramas bajas repletas de frutas. Cada vez que Tántalo, desesperado por el hambre o la sed, intenta tomar una fruta o sorber algo de agua, éstos se retiran inmediatamente de su alcance.
Es el ejemplo para el enfermo de ambiciones desmedidas, en tiempo y magnitud, un castigo para el que aspira tener lo que no merece, lo que no le corresponde. Por eso, en determinadas épocas, como la nuestra, con tantas ganas pendientes, hay muchos sufriendo el suplicio de Tántalo.
PROCOPIO