Una crítica frecuente a la modernidad apunta a la pérdida de las tradiciones del mundo campesino y de nuestro folclore, a la desconexión de nuestras costumbres ancestrales y a un distanciamiento de la naturaleza.
Sin embargo, esta tendencia tiene algunas excepciones, y se dan incluso casos de refranes rurales que cobran mayor sentido hoy, en la vorágine urbana, que en los años en que fueron acuñados por la sabiduría popular.
Entre estas excepciones se encuentra el popular dicho “no basta poner el huevo, también hay que cacarearlo”, basado en la reconocida capacidad de algunas gallináceas de hacer particular alboroto para explicitar una función que les corresponde por naturaleza: poner huevos.
Pero los huevos no son un campo exclusivo de los plumíferos corraleros. Bien lo sabe el salmón, que recorre cientos de kilómetros contra la corriente para poner miles de huevos en el lugar donde nació, y donde en pocas horas habrá de morir. Todo ello sin necesidad del menor “cacareo”, sin esperar aplauso o reconocimiento alguno.
El frenesí propio de este mundo moderno y competitivo parece reivindicar la práctica de la gallina y condenar la inútil y poco estratégica humildad del salmón. Sin embargo, puede llegar un punto en que la labor marketera y autobombística de la gallina termine por fastidiar al granjero, por más ponedora que ésta sea.
Es entonces cuando la sabiduría campesina recomienda la prudencia y la mesura. Cacarerar lo justo al final parece ser la mejor receta para no terminar prematuramente en la cazuela. Un consejo que nunca está de más para nuestros candidatos en temporada de ofertones eleccionarios.
PIGMALIÓN