En la niñez y adolescencia, nunca fui muy amigo de las novelas de Dickens, en especial de Oliver Twist y David Copperfield. No porque no estuvieran bien escritas ni porque no me interesara su profunda crítica social, sino porque, en el fondo, me resistía a aceptar que aún en el siglo XIX en la Inglaterra victoriana, los niños pudieran pasarlo tan mal, pasar hambre y frío, y arriesgar a diario sus vidas en manos de desalmados.
Al crecer nos vamos dando cuenta que la realidad descrita por Dickens se queda corta. A veces, de tan incómoda que esa certeza, preferimos mirar para el lado, pretendemos que no es para tanto, esperamos que “alguien lo solucione”. Buena parte de esa responsabilidad se la transferimos a instituciones benéficas y, principalmente, al Estado. Y nos conformamos con dejar vuelto en el supermercado, o con pagar nuestros impuestos, creyendo -o deseando creer- que hay gente competente que se está preocupando por esos niños.
Sin embargo, en los últimos años, y a raíz de las revelaciones de las críticas condiciones en que viven cientos de menores en Chile bajo el supuesto amparo del Sename, entidad donde han proliferado los cargos políticos por sobre los técnicos, y los operadores por sobre la vocación de servicio público, ya nadie puede alegar desconocimiento para lavárselas manos. Resulta preocupante, eso sí, que pese a todas estas revelaciones, el Estado siga sin hacer un mea culpa, continúe sin golpear la mesa, ni promueva la gestión de recursos para una reestructura radical de la institución. Por el contrario, ni siquiera se han hecho gestos contundentes por limpiar la casa de directivos indolentes y negligentes, cuya mala gestión está a la vista de todos.
Todos los días se escriben en Chile las más tristes novelas las calles y en los centros llamados a proteger a los vulnerables. La diferencia con las de Dickens, es que ellas muy rara vez tienen un final feliz.
PIGMALIÓN