Consultado por un medio de prensa, el joven venezolano que auxilió a un personaje de televisión atrapado entre las llamas de su auto hace unos días en Providencia, revisa su actuar. Recuerda que se quitó parte de su vestimenta para apagar el cuerpo del joven y que consiguió un extintor en un edificio cercano.
Sus pasos fueron registrados por decenas de celulares de quienes se encontraban allí, pero para él: “no puede ser más importante grabar un video que ayudar a alguien”.
Sin embargo, eran decenas de teléfonos los activos y sólo unas pocas personas en movimiento, lo que prueba que para algunos, efectivamente, puede ser más importante.
Ocurre que el teléfono o la pantalla de una tablet o de un computador, sitúa a la persona en el rol de espectador, en que el dispositivo lo aísla de lo real para transformarlo en productor, consumidor, comentarista de contenidos o todas las anteriores, deshumanizándolo y dejando atrás sentimientos como la empatía o la solidaridad.
Así es como los trolls han proliferado convirtiendo a las redes sociales en tribunales del odio, donde cualquier acto es juzgado con severidad y hasta con crueldad, de manera anónima expulsando misoginia, xenofobia o cualquier clase de veneno.
Los ataques, el acoso, las “funas”, la publicación de caras, direcciones y antecedentes de supuestos agresores, sin que medie tan siquiera una comprobación… La afirmación del rumor como verdad es suficiente para comenzar una cacería que puede tener consecuencias tan dramáticas y para la que no existe todavía una legislación adecuada.
HIPATIA