En su “República del silencio”, el filósofo existencialista Jean Paul Sartre, lanzaba una afirmación provocadora: “Nunca hemos sido más libres que bajo la ocupación alemana”. Ciertamente no es que estuviera felicitando a los Nazis por invadir Francia.
No. Lo que Sartre pretendía era muy diferente: “ Habíamos perdido todos nuestros derechos, comenzando por el de hablar; se nos insultaba a la cara cada día y debíamos callar; se nos deportaba en masa, como trabajadores, como judíos, como prisioneros políticos; en todos lados, en las paredes, en los periódicos, en la pantalla, encontrábamos ese inmundo e insulso rostro que nuestros opresores nos presentaban como si fuera el nuestro: a causa de todo ello, éramos libres”.
A continuación, explica la paradoja: “Dado que el veneno nazi se infiltraba hasta en nuestro pensamiento, cada pensamiento justo era una conquista; dado que estábamos acosados, cada uno de nuestros gestos tenía el peso de un compromiso”.
La elección de cada cual era auténtica, porque se hacía en presencia de la muerte. Esa responsabilidad total en la soledad total, no era otra cosa que el desvelamiento mismo de la libertad, recalcaba Sartre.
Entonces, ser libres no dependería tanto de los factores externos en los que estamos inmersos, como de cuán dispuestos estamos a aceptar las consecuencias de nuestras decisiones, de nuestros juicios éticos, de nuestras elecciones cotidianas y de cómo ellas nos impactarán a nosotros y a quienes nos rodean.
Tal vez sea conveniente recordar que la libertad en su forma más pura tiene un precio. La pregunta de rigor es, ¿estamos dispuestos a asumirlo, de frente y sin llorar?
PIGMALIÓN