Andrés Cruz Abogado,
Magíster Filosofía Moral
En su novela “Animal Moribundo”, Philip Roth expresa: “El cuento de hadas más encantador de la infancia es que todo sucede en orden.
Tus abuelos se van mucho antes que tus padres y estos mucho antes que tú. Si tienes suerte, las cosas pueden salirte así, la gente envejeciendo y muriendo en orden, de modo que en el funeral mitigas tu dolor pensando que esa persona ha tenido una larga vida. Ese pensamiento no hace que la extinción sea menos monstruosa, pero es el truco que empleamos para conservar intacta la ilusión metronómica y tener a raya la tortura del tiempo”.
¿Pero qué ocurre cuándo se rompe esta trivialización del sufrimiento?, ¿Cuándo se rompe este orden que impuesto para soportar el dolor que significa una pérdida?, ¿Cuándo nos arrebatan esta posibilidad lógico temporal de consuelo?
Una enfermedad o un accidente nos pueden quitar un hijo u otro ser querido, con un quiebre a esta regla que nos serviría como medio para aplacar de algún modo el dolor profundo cuando se nos despoja sorpresiva o inesperadamente una existencia que nos ha servido como motivo para fundar la nuestra.
La angustia y el desconsuelo podrán permanecer o reaparecer, pero la explicación del fenómeno nos podría conducir, sino a descubrir la respuesta, al menos a encontrar insumos para construir un puente que nos permita seguir viviendo con esta terrible experiencia. Sin embargo, cuando hay “otro”, un individuo que interviene en la muerte de una persona, estos ciclos pueden tornarse muy largos.
Aun cuando no se rompa con este orden cronológico, que asumimos como natural, este tormento puede transformarse en un calvario ante la búsqueda de una respuesta satisfactoria por lo que resulta ser inexplicable.
De identificar primero al autor de la acción y luego hacer todo lo posible para que ese sujeto, que sin motivo ha quebrado con un sistema de relaciones, con una historia, con una vida que pudo haber engendrado muchas otras vidas, sea castigado. Esforzarse por superar esa actitud autoflagelante de no haber hecho las cosas distinto, lo que hubiese cambiado los acontecimientos, aun cuando es imposible manejar estos rumbos imprevisibles.
Luchar por ser oído ante la inercia de un contexto donde las vidas humanas no son más que parte de una gran estadística, y es desesperante ver cómo se desenvuelve de manera cansina y poco comprometida un sistema que ve como una rutina la muerte de un ser humano asesinado.