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Abelardo González Alvarado
Psicólogo PUC
Quince años tuvo que esperar el cineasta alemán Philip Gröning para conseguir que los Cartujos de la Grande Chartreuse le abrieran las puertas de su monasterio para filmar, durante meses de convivencia y trabajo -con una cámara en mano y mucho silencio- la película “El gran silencio” que muestra su vida en medio de las alturas y la soledad de los Alpes franceses.
Por los comentarios de las personas que la han visto, es posible darse cuenta de que la película a una gran mayoría le ha producido un largo y profundo bostezo de aburrimiento.
No se podría esperar una respuesta diferente en medio de una cultura que, por una parte, sobredimensiona hasta la exageración los estímulos visuales y auditivos como los principales y muchas veces únicos portadores de los mensajes de la comunicación humana y que, por otra, valora solo lo que es funcional, lo que sirve y entrega beneficios, especialmente si son pecuniarios.
Entonces no parece nada de extraño que no se comprenda en absoluto la forma de vida de estos monjes; no somos capaces de entender que, en pleno siglo XXI, alejados del bullicio y de la agitación del devenir cotidiano, un grupo de personas haga del silencio y la contemplación una forma de vida.
El sonido (¿o el ruido?) y la imagen son fenómenos tan universales y tan parte de nuestro “paisaje” cotidiano que han llegado a conformar a nuestro alrededor una verdadera “cultura audiovisual”, cuyo producto estrella es el videoclip que, con su presentación de imágenes y música proyectados a gran velocidad, muestra su argumento con un lenguaje que es muy apreciado, especialmente por la gente joven.
Es imposible tan siquiera imaginar por un momento hacer un viaje en bus o estar en una sala de espera sin la presencia de una pantalla de televisión; subirse a un taxi o manejar un vehículo sin la radio a todo volumen; entrar a comprar a una tienda sin que nos acompañe la estridencia de una música gritona y machacona; jugar a algo que no sea digital e interactivo; andar por las calles con las orejas tapadas con los auriculares; pasear por el parque sin el ruido ensordecedor de las batucadas.
Solo falta que las bibliotecas permitan acompañar la lectura con un buen videoclip o con una alegre “música de fondo”. Muy probablemente estarían llenas, no como ahora: quizás es la paz y el silencio lo que aleja a los lectores.
En estos tiempos en que las canciones se almacenan en servidores remotos y ya ni siquiera ocupa espacio en los discos duros y celulares, cortesía de Spotify y Youtube, es aún más difícil darse un espacio y un tiempo para el silencio. Para escuchar a la naturaleza, nuestra respiración, nuestro pensamiento, nuestra voz interna.
Tal vez ya sea tiempo de probar, casi como una humorada, cómo es esto de conectarse y de reencontrarnos con el silencio.Y tal vez nos encontremos con más de una sorpresa.