Giovanna Flores Medina
Consultora en Derecho Humanitario
y Seguridad Alimentaria
‘En representación del pueblo de Chile’, no solo es la propuesta de un cambio ceremonial en la apertura de cada sesión del Parlamento, sino punta de lanza que irrumpe en el precario debate sobre dos principios fundamentales para una sociedad de derechos: la laicidad del Estado y las garantías a la libertad religiosa.
Cuestión plena de paradojas que exceden el desdén de los partidos y las autoridades, pues su raíz es tan notoria como reprochada por la ONU: la falta de un reconocimiento constitucional conforme a estándares internacionales de ambas.
Ello genera confusión en una comunidad cada vez más informada que se enfrenta, vale la expresión, a una encrucijada de la ética global: encontrar el camino democrático para legitimar y cumplir los derechos de última generación, desprendiéndose de los lastres de la antigua propaganda de izquierdas y de derechas.
La diputada Vallejo, autora de la moción, y sus patrocinantes sostienen equivocadamente que la eliminación de la anacrónica referencia a Dios repara décadas de inconstitucional discriminación contra parlamentarios que no profesan, que son ateos, o que siguiendo un culto no se representan en el monoteísmo.
Sería una herramienta contra la incivilidad y el abuso político de las iglesias tradicionales, y que la soberanía popular y la autodeterminación exigen relevar la figura del pueblo. Para otros, en cambio, entraña una incipiente barrera contra el lobby de las entidades religiosas respecto de varias discusiones abiertas: la negativa a la despenalización del aborto y al matrimonio igualitario, o el financiamiento público a la Catedral Evangélica o a la próxima visita del Papa Francisco.
Mas, hoy el laicismo del Estado no es la reminiscencia anticlerical ni atea de la Guerra Fría y sus estertores, sino una obligación internacional de medios: una condición jurídica de tutela universalista y preferente basada en tres aspectos inescindibles. La libertad de conciencia de los creyentes, sea cual sea el culto, y de los ateos, mientras no se propenda al terrorismo o a la criminalidad política; la igualdad de derechos que evita privilegios de unos u otros; y la globalidad de su protección, de raíz interreligiosa y ecuménica.
En un mundo asolado por las guerras religiosas y las últimas teocracias, la clase política del Estado laico de Chile, en especial la más revolucionaria, debiere admitir su error: Dios y el pueblo no son fuerzas en pugna, no donde los derechos humanos han sido conquistados tras los crímenes que el deber de la memoria no admite abdicar.