Andrés Cruz Carrasco
Abogado y magíster en Filosofía Moral UdeC
Permanentemente se inculca y se dice que la mentira es mala. De hecho, los códigos religiosos monoteístas la condenan. Todo lo que tienda a deformar la verdad constituye un pecado.
Para la filosofía, por regla general, existe un margen más amplio de indulgencia, que reconoce en la naturaleza humana cierto grado de imperfección pero también de conveniencia cuando se trata de la mentira, ya que no siempre ni a todo el mundo se pueden decir todas las verdades.
La mentira se manifiesta con palabras y tiene un destinatario. A alguien va dirigida la distorsión de la verdad o se produce el silencio que le impide salir del error.
Hay quienes sostienen que la verdad puede incluso ser peligrosa en su estado puro, llegando a configurar una ofensa sino se da cuenta de ella de manera cuidadosa. Hay quienes tal vez no merezcan tener acceso a la verdad, por cuanto una vez que la poseen, la podrían usar para manipular a otros o sacar los más repugnantes provechos.
Decir mentiras es malo, pero hay situaciones excepcionales donde la prudencia y el bien general recomiendan tolerarla u obligan a incurrir en ella, para no hacer daño a otros o impedir que se rompan los lazos sociales.
Alexandre Koyré sostenía que “la mentira es un arma. Por lo tanto, es lícita emplearla para combatir. Sería incluso una estupidez no hacerlo, a condición de utilizarla únicamente contra los adversarios y no volverla contra los amigos y aliados”.
Esto nos lleva a manejar con mucho celo y diligencia lo que otros puedan afirmar, al no ser aquellos que podamos considerar confiables o de nuestro entorno, incluso cuando se ha aceptado a la mentira como parte de los procesos publicitarios de toda naturaleza.
El inconveniente de la mentira es que en una sociedad fundada en la competencia individual y que mide el éxito por una cuestionable escala de valores y posesiones, todos los que nos rodean son una amenaza y se justifica la mentira como válida para alcanzar algunos objetivos sociales, sean éstos económicos o políticos. Así se avala la expresión “quien no engaña, no vende, no gana o no es elegido”.
La regla asumida como costumbre socialmente aceptada sería “la verdad para los suyos y la mentira para los otros”. Por eso, decir la verdad en ciertos círculos es un signo de debilidad y, en otros, la mentira es condición para progresar o existir.
Este perverso razonamiento resulta de un medio en el que sólo cunde la desconfianza de unos con otros, sacando varios provecho de esta circunstancia.