La interpelación a la ministra Blanco era un buen momento para despejar legítimas dudas en torno a su gestión. Se desaprobechó.
La interpelación a la ministra Blanco era un buen momento para despejar legítimas dudas en torno a su gestión. Se desaprobechó.
Ya estamos acostumbrados a que cada cierto tiempo la política nos entregue episodios lamentables de mala utilización de atribuciones o espacios mediáticos para obtener ventajas. El mayor inconveniente surge cuando esta tergiversación de funciones logra eclipsar problemas de fondo, dejando las soluciones en un segundo o tercer plano.
La interpelación es una facultad propia de la Cámara de Diputados que tiene por fin interrogar a un ministro sobre la gestión de su cartera. En primera instancia, la idea es positiva en la medida que aporta al accountability de las autoridades y a la solución de problemas. No obstante, dicho mecanismo ha ido perdiendo el propósito de destrabar los conflictos que se puedan estar dando al interior del ministerio, pasando a ser la interpelación un fin en sí misma.
De esta forma, hemos visto cómo las sesiones de interpelación se han convertido en un verdadero espectáculo político, donde la Cámara en pleno se transforma en un centro de descalificaciones, con verdaderas barras bravas de ambos bandos en las graderías del Congreso y, como si fuera poco, con la posibilidad del ministro de evadir las preguntas. Es así como la interpelación a la ministra de Justicia, Javiera Blanco, pudo ser una buena instancia para reconocer lo que se ha venido haciendo mal y enmendar el rumbo. Sin embargo, fuimos testigos de un fuerte enfrentamiento que no dejó nada en limpio más allá de lo improductivo de la sesión.
Por su parte, los comentarios hechos al final por los representantes de cada partido solo aumentaron la crispación de una manera injustificada, siendo el diputado Schilling quien coronara una jornada nefasta con una intervención que solo demuestra la intransigencia de los parlamentarios que respaldarían a la ministra independiente de lo que hiciera o dijera, reduciendo su postura a un insulto que no resiste análisis.
No puede ser que una instancia creada para dar soluciones se transforme en un circo, donde el más aplaudido sea el ganador. No puede ser que la política de trincheras sea más importante que el problema de cientos de niños que viven en centros del Sename y que ven cómo su condición se usa para un show mediático. Así será imposible que los chilenos confíen en la política.
La interpelación a la ministra Blanco era un buen momento para despejar legítimas dudas en torno a su gestión. No obstante, de seguro ni los funcionarios del Registro Civil, ni los de Gendarmería, ni los chilenos quedaron satisfechos con el resultado. Pero, por sobre todo, lo más lamentable es que los niños del Sename siguen siendo los grandes postergados en este debate de tan bajo nivel.