Wuhan: hospitales blindados y estaciones fantasma por el coronavirus
24 de Enero 2020 | Publicado por: La Tercera
La ciudad china, de 11 millones de habitantes, permanece cerrada y muchos familiares de enfermos no consiguen contactar con ellos.
Zhang Wenzhen está sentada en la acera, consultando su teléfono móvil de manera frenética. No hay nadie a su alrededor, excepto una docena de guardias de seguridad que al otro lado de la calle protegen la entrada al hospital Jinyintian. Este centro sanitario, especializado en enfermedades infecciosas, es uno de los más grandes de Wuhan. En su interior acoge estos días a una mayoría de las personas infectadas hasta la fecha con el coronavirus 2019-nCoV, cuya amenaza ha puesto a la ciudad china, de 11 millones de habitantes, en cuarentena. Los datos más recientes sitúan los casos en 18 muertos y 634 infectados. La madre de Zhang Wenzhen es una de ellos.
“Mi madre está ahí dentro, pero a mí no me dejan entrar”, explica Zhang mientras señala a los policías frente a ella. Las medidas de seguridad de la zona son muy estrictas. Todos los vehículos que se acercan al hospital son obligados a dar la vuelta. Ante la visión de una cámara, uno de los agentes se acerca y exige borrar toda imagen bajo su atenta mirada. Nadie sabe con certeza qué sucede en el interior del edificio, ni siquiera los familiares de los enfermos. Las imágenes compartidas en redes sociales muestran pasillos abarrotados, gente desvaneciéndose, gritos y llantos. La OMS ha pedido a China una mayor transparencia en la gestión de la crisis sanitaria.
Zhang vive con sus padres y juntos llevaban una vida normal hasta que a principios de esta semana su madre cayó enferma. No le preocupa haber estado expuesta al virus, porque “los jóvenes no nos contagiamos tan fácilmente, pero la gente mayor no puede resistir”: todos los fallecidos hasta la fecha han sido mayores de 70 años. En este momento, Zhang solamente ansía tener más información sobre el estado de salud de su madre. “Yo estaba trabajando y no sé qué ha pasado, debe haber empeorado si la han trasladado aquí”. Aunque con todos los accesos al hospital bloqueados es imposible establecer contacto, no desiste. “No me moveré de aquí hasta que sepa algo más, solo entonces volveré a casa”.
Las calles de Wuhan están desiertas y los pocos comercios que habían abierto por la mañana ya han cerrado. Para algunos, no obstante, la vida sigue pese a todo. Es el caso de la taxista Wu Yunsong, quien ha visto la oportunidad de hacer un poco de dinero extra dada la poca cantidad de autos en las calzadas. Está preocupada, pero lo lleva con resignación. “Si desde arriba quieren que muera no podré hacer nada por evitarlo, por eso estoy trabajando hoy”.
Uno de los motivos que explican la cuarentena que impera sobre Wuhan es su condición de nudo ferroviario. La ciudad cuenta con tres estaciones de tren: la de Hankou es una de ellas. Desde primera hora de la mañana, las puertas del edificio permanecen bloqueadas por vallas y furgones policiales que impiden el acceso a la terminal, una enorme construcción de estilo soviético. Un grupo de limpiadores protegidos con un traje naranja y cargando con equipos fumigadores a las espaldas charlan en una esquina de la explanada colindante. Completa la extraña estampa el servicio de megafonía que resuena en los alrededores, una vez que anuncia sin descanso que desde las 10 de la mañana de hoy (ayer) jueves y hasta nuevo aviso, Wuhan es una urbe cerrada a la que no se puede entrar ni salir.
Cuando unos pocos paseantes se detienen frente a la estación para sacar fotos o buscar techumbre ante la lluvia que ha caído durante la tarde, los agentes de policía optan por ampliar el perímetro de seguridad y despejar la zona. Una de las personas obligadas a moverse es Xiao Xue, una mujer joven que carga con una voluminosa bolsa de plástico y dos maletas, que contienen todas sus posesiones. “Trabajo como camarera en un hotel de aquí cerca, pero han cerrado”, cuenta y rompe a llorar. “No soy de aquí, no sé qué hacer con mis cosas, no sé dónde ir”.
La última sorpresa del día espera de vuelta en el hotel, una gran torre con capacidad para 500 personas en la que solo hay 17 huéspedes registrados. Al otro lado de la puerta, una empleada aguarda con un termómetro digital en la mano, detrás de una mesa que ofrece toallitas desinfectantes y mascarillas. “Tenemos que medir la temperatura de todas y cada una de las personas que entran, es muy importante”, se disculpa. Realiza intentos infructuosos en sien, frente y oreja. Por fin, el antebrazo sirve. A un pitido le sigue, tras dos segundos de inquietud, una luz verde. 36,3º, muestra la pantalla. “Adelante, bienvenido”.