La lengua, como construcción social, situada, presenta un dinamismo del cual no siempre nos damos cuenta. El nuevo Director de la Academia Chilena de la Lengua y académico de la Universidad de Chile, sostiene que hay un modo nuestro de hablar el español que encuentra su explicación en nuestra historia y que forma parte de nuestra identidad. En esta conversación, comenta además sobre los retos que enfrenta el lenguaje, el papel de la institución que dirige, y cuál, a su juicio, debiera ser el lenguaje de la nueva Constitución.
Ximena Cortés Oñate
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No hay mirada estrecha que pueda circunscribir al lenguaje. La lengua es una construcción social, histórica, cultural y políticamente situada, y sus variaciones son parte inherente de ella misma.
Los vertiginosos cambios que sufre la sociedad hoy, los avances en las ciencias, en la tecnología, la globalización, los localismos y las nuevas maneras de comunicarse y establecer relaciones sociales, influyen, indudablemente, en la lengua y en nuestros modos de hablar y escribir.
“El español es una lengua que hablan más de 500 millones de personas y que se expande rápidamente por la principal potencia mundial, por lo que está expuesta a todas estas influencias”, sostiene Guillermo Soto.
El inicio de 2022 llegó también con novedades para la Academia Chilena de la Lengua. A principios de enero Soto, especialista en sicolingüística y académico de la Universidad de Chile, asumió la dirección de la institución, en reemplazo de Adriana Valdés.
Desde esa palestra, y reconociendo que las predicciones siempre son arriesgadas, vislumbra, al menos, tres retos que enfrenta nuestra lengua. El primero es el de la relación entre unidad y diversidad en la lengua española, dice.
“Hablamos una lengua policéntrica que se desarrolla en distintas regiones, cada una de las cuales le impone, por así decirlo, su sello. Es esperable que el peso de América sea cada vez mayor en este devenir de la lengua, por lo que pienso que el papel de las academias americanas en el diseño y ejecución de políticas lingüísticas para la comunidad hispanohablante debería ser cada vez más importante y, consecuentemente, la Asociación de Academias, ASALE, debería ir asumiendo progresivamente un mayor protagonismo. Esto supone, por supuesto, una decisión no solo de las academias, sino también de los países americanos, en el sentido de apoyar adecuadamente el quehacer de sus respectivas academias”, señala.
El segundo reto, a su juicio, lo constituye la creciente democratización social a que asistimos, al menos en Chile. “Vivimos en una sociedad que demanda mayor horizontalidad en las relaciones, mayor igualdad entre hombre y mujeres, mayor respeto a las diversidades. Evidentemente, esto influye en el uso del lenguaje, que, como suele decirse, cumple un rol importante en la construcción y reproducción de la realidad social”.
El tercer reto es el de las tecnologías, la Inteligencia Artificial, el lenguaje de las máquinas. “¿Hablarán español las máquinas? ¿Hablaremos en español con ellas? ¿Y qué español hablaremos? Hay ya un proyecto, encabezado por la Real Academia Española, sobre esta materia. Es una cuestión de la máxima importancia y espero que nuestra Academia Chilena, en la medida de sus posibilidades, pueda colaborar con expertos para enfrentarla”.
-¿Cuál, según usted, es el estado actual de la lengua de los chilenos? ¿Se puede decir que hay dialectos a lo largo del país?
-Cualquiera que haya vivido un poco y viajado otro poco por el país sabe que nuestro modo de hablar el español va cambiando con el tiempo y en el espacio. Es distinto también el modo de hablar de distintos grupos sociales y en las diversas situaciones de la vida. El cambio y la diversidad son atributos del lenguaje, aunque, por razones bastante comprensibles, nos esforcemos también por tener una forma común que podamos emplear allí donde es necesario tenerla. Independientemente de que podamos hablar de un español común en Chile, un español que se usa en las normas, en los libros de texto, en las políticas públicas, etc., hay diferencias generacionales, regionales, de estrato social que se manifiestan sobre todo en el habla espontánea, aunque no únicamente en ella. En síntesis, en una lengua histórica como el español coexisten, por un lado, la variación y, por otro, cierta unidad que corresponde a lo que normalmente se denomina el español estándar.
Se ha dicho que, por razones históricas y políticas, las diferencias regionales en Chile parecen ser menores a las de otros países americanos. Sin embargo, aunque podemos comprendernos sin dificultad a lo largo de todo el país, existen y se manifiestan en el vocabulario, la pronunciación y la gramática. Rodolfo Oroz, en su libro fundamental de 1966, distinguió cuatro zonas lingüísticas en Chile: la nortina, que abarca desde la región de Arica y Parinacota hasta la de Coquimbo; la central, desde la región de Valparaíso hasta el río Maule; la sureña, desde el sur del río Maule hasta Magallanes, y la de Chiloé, que incluye desde el archipiélago de Chiloé hasta la región de Aysén. Más recientemente, Claudio Wagner ha propuesto una zona central más amplia y ha integrado Chiloé en una zona austral que comprende Magallanes y parte del sur de la zona sureña de Oroz. Por ejemplo, aunque a lo largo de Chile se habla de ombligo, en el norte también se emplea el quechuismo pupo. En el sur, pero no más al norte, son frecuentes oraciones como Se pasó a caer. Y en Chiloé y Magallanes, la gente puede crecerse.
-¿Recibimos los chilenos una formación adecuada en lenguaje? En los colegios pareciera existir un énfasis en la lectura comprensiva y en el conocimiento de determinadas estructuras gramaticales, pero el lenguaje es mucho más que eso, involucra además un cierto amor por su correcto uso…
-La crítica al ramo de Lengua y Literatura, el antiguo Castellano, es un tópico recurrente desde que tengo memoria y no quisiera caer en las generalizaciones que a veces uno escucha. En lo que respecta al currículum, que es un tema del que entiendo un poco, es cierto que la comprensión de lectura ocupa un lugar muy destacado. Sin embargo, también se ha avanzado en el último tiempo en la enseñanza de la escritura y de la oralidad, y me parece que se ha vuelto a situar a la literatura en una posición que no debió haber perdido. Aunque es una cuestión puramente nominal, creo que es importante que el nombre de la asignatura, al menos en Educación Media, ya no sea Lenguaje y Comunicación, sino Lengua y Literatura.
En todo caso, creo que efectivamente hay cosas que podríamos mejorar. Tengo la impresión de que a veces se ha exagerado un poco con el enfoque comunicativo. Aunque en el fondo me parece una orientación correcta, no hay que olvidar que el lenguaje es también parte de la cultura, constituye nuestro patrimonio inmaterial básico, es sostén del pensamiento, y nos relacionamos con él no solo de manera utilitaria sino también estética y afectiva. Hay, a veces, una mirada para mi gusto demasiado técnica, por ejemplo, en la enseñanza de la escritura y de la lectura, que finalmente no ayuda a desarrollar la imaginación ni la creatividad y deja de lado las emociones. Todos estos, aspectos que me parecen fundamentales en la formación humanista y, al final del día, muy necesarios para la sociedad actual.
En todo caso, creo que lo más importante es lo que pasa en el aula y ahí pienso que, innovaciones más o innovaciones menos, es fundamental contar con profesores ilustrados, que amen lo que hacen y tengan tiempo para preparar sus clases, revisar los trabajos y estudiar. Creo también que se necesita cierta, por así decirlo, lentitud en las salas: si nuestros estudiantes no tienen la oportunidad de leer obras literarias extensas, ver películas, escribir ensayos y entablar debates es difícil que se logren los objetivos de aprendizaje.
-Existe un juicio habitual de que los chilenos hablamos mal, que carecemos de una disponibilidad léxica amplia y que omitimos sonidos. ¿Qué opina al respecto?
-Aunque la idea de que los chilenos hablamos mal es un lugar común que vengo escuchando desde que tengo memoria, no siempre es claro qué se quiere decir con eso. Como escribió el lingüista Eugenio Coseriu, se puede decir de alguien que «habla mal» por muchas razones: porque organiza mal el pensamiento y se expresa de modo desordenado e incoherente; porque no maneja correctamente el castellano de acuerdo con su tradición idiomática; o porque no se ajusta a la situación en que está y habla de manera inadecuada, inconveniente o inoportuna. En síntesis, hablamos mal porque no podemos expresar con claridad nuestro pensamiento, porque hablamos de manera distinta a variedades del español que consideramos prestigiosas o porque no sabemos adaptar nuestro uso del lenguaje a la situación comunicativa concreta.
Me parece evidente que debemos preocuparnos de expresar fielmente nuestro pensamiento y emplear el vocabulario y las estructuras adecuadas para ello. Sobre todo, cuando se trata del lenguaje de la educación, las comunicaciones, la ciencia y el gobierno, el lenguaje en contextos públicos. También en el comercio y la industria. Aunque no tengo claro que, en este sentido, hablemos peor que otros, hay mucho que avanzar tanto en escritura como en lenguaje oral. Y la educación tiene mucho trabajo por hacer. No solo la clase de castellano, porque el vocabulario avanzado, por ejemplo, se aprende fundamentalmente en las otras materias. Como ocurre con los instrumentos musicales, es necesario practicar, estar atentos a las correcciones de los maestros y apreciar buenos modelos. Ideas antiguas, pero vigentes.
La idea de que hablamos mal porque no lo hacemos como los hablantes de otras variedades de español es más debatible. En primer lugar, tiene que ver con el hecho de que el español de Chile tiene una serie de rasgos que le son propios y que lo alejan, en bloque, de otras variedades, en particular de variedades prestigiosas. Tenemos nuestro propio modo de hablar, pero eso no tiene nada de malo: hay un modo nuestro de hablar el español que encuentra su explicación en nuestra historia y que forma parte de nuestra identidad. De lo que tenemos que estar conscientes, en todo caso, es de que, al hablar en ciertas situaciones públicas o destinadas a la gran comunidad hispanohablante, es conveniente acomodar nuestro español, porque nosotros somos solo una parte pequeña de un espacio lingüístico mucho mayor. Para ello, sin embargo, tenemos que tener un manejo de la lengua que vaya más allá de local. Nuevamente la escuela, y también los medios de comunicación, tienen mucho que hacer ahí. No para que nos cambiemos de barrio y abandonemos la manera de hablar que aprendimos desde la infancia, sino para que la enriquezcamos con formas y estructuras de alcance más general.
-¿Debe el lenguaje oral conservar siempre las normas escritas? ¿Qué pasa cuando un español, por ejemplo, dice “Madriz”?
-No hablamos como escribimos, evidentemente. Siempre hay una distancia entre lo escrito y lo oral. No deberíamos ver en eso un problema: es un dato de la realidad. Por eso, es importante que en la educación se desarrollen no solo las habilidades propias de la lengua escrita, sino también las de la oralidad.
-Existen ciertos estigmas contra hablantes específicos por determinados tipos de pronunciaciones; como quienes creen que la lengua de la clase hegemónica, es la única que tiene validez o es la más `correcta´. ¿Cree que esa percepción sea la adecuada?
-Hay un pasaje bíblico famoso en el que los soldados galaaditas, que combaten contra los efrateos, les piden que digan la palabra shibboleth a los extraños que se les acercan. Si en vez de pronunciar la sh, dicen sibboleth, con s, los matan, porque los efrateos no pueden pronunciar la sh.
La discriminación por el modo de pronunciar la lengua es simplemente eso: discriminación. Y entre nosotros, en Chile, fundamentalmente discriminación social. Por lo mismo, pienso que es algo que debemos evitar si queremos ser respetuosos de los derechos de las personas. Esto no significa suspender toda evaluación de la manera de hablar, pero la pronunciación, específicamente, al no tener que ver con el significado, no es más que una especie de seña del origen social de una persona. Lo que discriminamos, al final, no es la manera de hablar, sino la persona que habla de ese modo.
-Usted ha señalado que es importante que el lenguaje de la Constitución sea claro. ¿A qué se refiere específicamente con eso?
-Claridad y concisión. Son cualidades del estilo que me parece que es importante que, hasta donde sea posible, estén presentes en el texto constitucional. Lo claro se opone a lo oscuro y es un principio que ya está presente en las reflexiones de Bello sobre el lenguaje jurídico. Todos deberíamos ser capaces de entender las normas fundamentales, pero a veces, cuando se abusa de oraciones subordinadas, de párrafos extensísimos sin puntuación, de frases alambicadas, la comprensión se vuelve difícil. No por el contenido que se quiere comunicar, sino por la forma poco cuidada en que se comunica ese contenido. No se trata de escribir una Constitución para niños, simplificada, sino de preocuparse de escribir un texto que pueda comprender el ciudadano.
-Imposible no mencionar el lenguaje inclusivo. Hay quienes creen que es una moda que pasará (cosa que, en ocasiones, parece ser cierta), mientras otros sostienen que es parte de la vitalidad y dinamismo del lenguaje y se le debe dejar sin molestar. ¿A cuál bando pertenece usted?
-Creo que lenguaje inclusivo hay que verlo en la perspectiva más amplia de la lucha de los movimientos feministas por la igualdad. En los últimos años, ha habido una serie de cambios en el modo de hablar que responden a esa lucha. Hoy somos conscientes de que muchas veces discriminamos al hablar y de que el lenguaje a menudo no visibiliza a las mujeres. El mismo Diccionario de la lengua española, buscando ser más inclusivo, enmendó recientemente cientos de definiciones. Entre otros cambios, por ejemplo, se sustituyó en muchos casos la palabra hombre por persona o ser humano. Existen, además, manuales que se preocupan de evitar el sesgo machista en el uso del lenguaje.
Lo que en la actualidad se denomina lenguaje inclusivo corresponde, sin embargo, a algo más específico que tiene que ver con el uso de la e o la x u otra forma para marcar el género en sustantivos, adjetivos y pronombres. Es un fenómeno que se ha extendido bastante en algunos círculos, particularmente entre universitarios. La dificultad que encuentra el hablante para emplear sistemáticamente estas formas, sin errar, da cuenta hasta dónde tenemos naturalizada en nuestra lengua la oposición entre género masculino y femenino, así como el uso genérico del masculino. Esta dificultad, creo, nos ayuda a tomar conciencia de las posibilidades de sesgo y discriminación presentes en el lenguaje.
No obstante lo anterior, creo que este uso no se impondrá en la lengua. Primero, porque se trata de un fenómeno todavía restringido. Como he dicho otras veces, en la feria no se usa lenguaje inclusivo. Pero también porque el género en español (a diferencia de lo que ocurre en otras lenguas, como el inglés) es un fenómeno gramatical que afecta a todos los sustantivos y a gran parte de los adjetivos y pronombres, y que desempeña una función muy enraizada en el sistema lingüístico: la concordancia entre las palabras que van juntas en una frase sustantiva: una hermosa pelota blanca. La relación entre el género gramatical y el género social o biológico es solo parcial, como lo muestra el que los sustantivos inanimados también tengan género y que palabras como persona o cebra, de género femenino, puedan usarse al hablar de seres de sexo masculino. Las lenguas cambian, por supuesto, y no están sujetas a un determinismo mecanicista. Sin embargo, no creo que un cambio dirigido conscientemente por grupos ilustrados y que afecta a un componente tan nuclear de la gramática, que hemos adquirido de forma tan cotidiana en nuestra niñez, llegue a tener un impacto perdurable en la lengua.
-¿Cuál es el carácter normativo de la Academia Chilena de la Lengua? ¿Qué influencia puede llegar a tener en política, por ejemplo?
-La Academia tiene una función pública que se centra en la orientación en el uso del idioma, particularmente en el empleo de la lengua estándar, allí donde se espera que esta se use. En este sentido, cumple un rol en la política lingüística del país, aunque, siendo una entidad pública, no es un órgano estatal ni tampoco político, en el sentido usual del término. La Academia no tiene poder coercitivo por lo que no obliga a nadie a nada. Recordando una distinción tradicional, su influencia deriva antes de la autoridad que del poder. Como ha escrito nuestro exdirector Alfredo Matus, las orientaciones de la Academia “no imponen, sino que proponen; invitan a detenerse un momento para reflexionar sobre nuestros modos de hablar”.
La obra más completa sobre el español de Chile es el ya antiguo “La lengua castellana en Chile”, publicada por Rodolfo Oroz en 1966 y con más de 500 páginas. Mucha agua ha pasado, por supuesto, bajo el puente.
El 2002, Nelson Cartagena publicó un breve librito llamado “Apuntes para la historia del español en Chile”, de solo unas 90 páginas, que entrega, sin embargo, una muy buena introducción al tema.
Más recientemente, Darío Rojas publicó un muy buen libro de divulgación “¿Por qué los chilenos hablamos como hablamos?”, que trata precisamente el mito de que los chilenos hablamos mal.