Este fin de semana se cumplen 31 años desde que Chile ratificó la Convención sobre los Derechos del Niño y de la Niña, un salto cualitativo que permitió de dejar de mirar a niños, niñas y adolescentes como objetos pasivos de protección, y verlos como sujetos titulares de derechos. Tres especialistas conversan sobre cómo ha evolucionado nuestra mirada sobre la infancia y cuáles son los desafíos que debemos enfrentar.
Por Ximena Cortés Oñate
A 31 años de que Chile ratificara, en 1990, la Convención sobre los Derechos del Niño y de la Niña, se puede ver que el tránsito que ha tenido la mirada sobre la infancia ha evolucionado hasta un momento en que se reconoce a niños, niñas y adolescentes ya no como objetos, propiedad de la familia o del Estado, sino como sujetos de derecho. No obstante, aún queda un gran número de compromisos por cumplir con quienes transitan entre los 0 y los 18 años, desafíos que debemos enfrentar como sociedad.
Como señala la académica de la Universidad de Concepción, Cecilia Pérez Díaz, entre muchas otras cosas, la Convención reconoce a niños y niñas como sujetos iguales en dignidad y derechos que cualquier otra persona humana; como diría Humberto Maturana, los reconoce como “legítimos otros”.
“La Convención instaura un paradigma nuevo de reconocimiento y trato que es el de la Protección Integral y que está referido a todos los niños, niñas y adolescentes, y los estados se autoimponen obligaciones universales con la niñez y no sólo con esos que antes identificaba como `menores´. Por eso no es correcto seguir hablando de menores; pueden ser menores de edad, pero la minoridad como sinónimo de inferioridad no tiene cabida en esta concepción civilizatoria que propone la Convención”, dice.
Cecilia Pérez Díaz: “La Convención sobre los Derechos del Niño instaura un paradigma nuevo de reconocimiento y trato que es el de la Protección Integral, y que está referido a todos los niños, niñas y adolescentes, y los estados se autoimponen obligaciones universales con la niñez y no sólo con esos que antes identificaba como `menores´”.
Entonces, ¿de qué se habla cuando se habla de infancia? Pérez, directora del Programa de Investigación Interdisciplinaria sobre Infancia y Adolescencia, PIIA-UdeC, señala que existen muchas “hablas” sobre los niños, dependiendo de los mensajeros. “Por lo pronto, el `habla´ hegemónica en estos asuntos sigue siendo el de los adultos, es adultocéntrica; los niños también hablan de y sobre los niños, y su lenguaje es distinto. Creo que esto es parte del problema de la falta de reconocimiento del sujeto niño, desde la dimensión de derechos humanos”.
Al respecto, el académico de la Universidad de Talca, Isaac Ravetllat Ballesté, se remite a la raíz etimológica del concepto infancia: “la base es griega, luego la asumieron los romanos, al latín `infale´. `In´ es una cláusula evidentemente negativa y `fale´, tal como lo vemos en el portugués hoy, significa hablar. Entonces, infancia es `el que no habla´”.
Coordinador general de la Red de Universidades por la Infancia (RUPI) de Chile, Ravetllat explica que, originariamente, cuando surge el concepto infancia y lo toman los romanos, se refería a los recién nacidos que, efectivamente, no hablan, no tienen la habilidad para comunicarse por el lenguaje oral.
A medida que va evolucionando el término y llega más al ámbito jurídico, “infancia, el que no habla”, comienza a significar algo más y empieza a esconder la lectura que la sociedad y la normativa, con un enfoque claramente adultocéntrico –como también lo dijo Pérez-, se ha tenido siempre sobre la niñez y la adolescencia.
“Se refiere así a ese `infale´, que no habla, pero ya no solo porque no tenga capacidad de comunicarse a través del lenguaje hablado. No habla porque, a pesar de que sí pueda utilizar el lenguaje hablado, la sociedad adulta considera que no tiene todavía la suficiente madurez o capacidad para decir algo que tenga incidencia en el momento en que está viviendo”, señala Ravetllat.
Isaac Ravetllat Ballesté: “En el mes de noviembre 2021, aquí en Chile, estamos en un momento de tensión que plantea hoy la interrogante acerca de hasta qué punto y con qué limites pueden o no los niños, niñas y adolescentes ejercer esos derechos, de los cuales son titulares, de manera autónoma”.
Pérez también da una mirada histórica sobre el concepto infancia. Al observar cómo es “el habla adulta” sobre los niños, esa mirada adultocéntrica, se pueden hacer varios cortes temporales o históricos en el desarrollo de la humanidad: premoderno, moderno y postmoderno.
“En la Antigüedad y Edad Media los niños -al igual que las personas con discapacidad- eran invisibles o desechados desde las familias y la sociedad por no constituir aportes; es lo que se conoce como la etapa eugenésica”, señala.
La académica coincide con Ravetllat en el sentido de que la idea de niño, más comúnmente concebida, es una construcción moderna, asociada a la preocupación pública por la niñez en el marco del desarrollo de las sociedades: los niños trabajadores, los niños que van a la escuela, los niños como sujetos especiales en materia de salud, etc.
“La ruralidad y la cuestión de clases nos presentan claras distinciones en el habla nacional sobre los niños cuando se distingue entre `huachos´ o `hijos de familia´, como señala Gabriel Salazar en uno de sus libros. La ley y la política pública habla entonces de los niños como `menores´, con el apellido de `en situación irregular´, cuando son niños huérfanos, vagabundos o delincuentes. Sin embargo, hay una inflexión global en la historia marcada por el derecho internacional de los derechos humanos, con la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, a fines de la década del 80 (1989), que reconoce y sitúa a los niños, niñas y adolescentes como sujetos titulares de derechos”, sostiene Pérez.
Y, claro, como señala Isolda Núñez Candia, es la Convención de 1989 la que proporciona el contexto para hablar de infancia hoy. “Es decir, permite entender que niñas, niños, niñes y jóvenes son personas, sujetos en sí mismos y que, por lo tanto, no pueden ser comprendidos desde la carencia. No es la falta de ser humano no desarrollado, sino que es, en sí mismo, alguien, parte de los humanos. Por eso es tan fundamental que la comunidad a la que pertenece, la humanidad compartida, sea capaz de reconocerle esos derechos”.
Núñez es académica del departamento de Filosofía de la Universidad de Chile y coordinadora del Diplomado en Filosofía e Infancia. A su juicio, esta evolución del concepto es interesante porque permite dejar de pensar en que niños, niñas y adolescentes son propiedad de alguien.
“Cuando se revisa la historia de la infancia, se entiende que la niñez se transforma en una especie de bien social, que le permite mayor productividad a la familia. Por eso era bueno tener varios hijos. No hay un discurso moral del cuidado sobre la infancia que uno pueda reconocer hacia atrás en la historia. Eso empieza a ocurrir pasada la época moderna. En el caso de Chile, es en el proceso de construcción de las ciudades donde la niñez aparece ya visibilizada, cuando surge como un problema social, porque están empobrecidos o vagabundean”, señala coincidiendo con Pérez.
Es entonces, dice, cuando se hace necesario que el Estado, la sociedad, comiencen a preguntarse qué hacer con esta realidad social y, por lo tanto, estos niños y niñas empiezan a visibilizarse como un sujeto, como un componente de la sociedad sobre los cuales habrá que tomar decisiones de orden administrativo.
Isolda Núñez Candia: “Más allá del reconocimiento jurídico de la Convención y la aceptación de Chile en ese acuerdo, en la práctica, las bases culturales todavía no nos permiten decir que en nuestro país la niñez es reconocida en su estatus de sujeto político, sujeto humano”
Es la Convención sobre los Derechos del Niño, dice Núñez, el referente que permite distinguir un fundamento para reconocerle el estatus de sujeto humano a lo que llamamos infancia, que es lo que convoca etáreamente a estos niños, niñas y adolescentes; de 0 a 18 años, según Unicef.
“Si le reconocemos la condición de sujeto humano, tenemos que reconocer que ahí hay un alguien que tiene, como todos nosotros, derechos tan solo por existir en la humanidad, y que la vida compartida debe ser, en el orden político, acordada con esos seres, de la misma manera en que nos regulamos el resto de la vida política los adultos. Entonces, la Convención nos entrega las bases de fundamentos que ponen a los sujetos y sujetas, niños y niñas, en la categoría de ciudadanía, aun cuando no tengan el reconocimiento de la mayoría de edad”, sostiene.
Eso implica reconocerles el fundamento de humanidad y no dejarlos como una potencia proyectada, a la que solo pueden acceder a partir de los 18 años. Núñez sostiene que ello obliga, al haberlo firmado, a que el país se haga cargo de darles garantías o entregarles condiciones que posibiliten el desarrollo de las vidas de esos sujetos.
Sin embargo, dice, el que Chile haya suscrito esa Convención no es suficiente. “Es una declaración política de reconocimiento de esos otros y otras como iguales. Pero el Código Civil no los reconoce así. Los reconoce, más bien, casi como objetos. Sin un marco normativo que explicite el ejercicio de los derechos, y sin la elaboración de un sistema administrativo de orden político para que ellos y ellas puedan ejercer sus derechos, es sólo una declaración de buenas intenciones, que reconoce a niños y niñas en cuanto sujeto, pero no entrega las herramientas completas para que la vida que viven, como ciudadanos y ciudadanas, pueda tener una efectividad o una materialidad específica. Ese es, lamentablemente, el escenario en el que nos encontramos”.
Pérez complementa: “es importante reforzar la idea de que las Convenciones, como todos los tratados de derechos humanos, no son imposiciones externas a los países o a los Estados. Cuando el Estado Chileno ratificó, hace 31 años la Convención sobre los Derechos del Niño, se hizo parte soberanamente de sus compromisos y obligaciones”.
A su juicio, lo relevante de ser Estado Parte, es que Chile se ha comprometido a trasladar los preceptos y contenidos de la Convención a su propio ordenamiento constitucional y legal, y a sus políticas públicas.
“El Estado es el principal garante -no el único- de los derechos de niños, niñas y adolescentes. Los debe respetar, los debe proteger, los debe promover y debe establecer condiciones y sistemas de garantías públicas en cuatro grandes áreas: Supervivencia, Desarrollo, Protección y Participación de niños, niñas y adolescentes. Es importante proveer servicios públicos, pero también es fundamental que ellos y ellas participen en todas las esferas de sus vidas: la familia, la escuela, el centro de salud, el barrio y sus organizaciones sociales”, dice la académica.
Para Ravetllat la Convención sobre los Derechos del Niño trata, y consigue en principio, romper con el paradigma de ver a niños, niñas y adolescentes como objetos pasivos de protección, como seres incapaces, que necesitan para todo de la representación del adulto referente.
“La Convención rompe con eso y, por primera vez, identifica a niños, niñas y adolescentes como sujetos titulares de derechos. Es decir, a partir de ese momento, ya no está esa idea de que el adulto es el que vela siempre por el interés superior del niño y toma decisiones por él, siempre en su beneficio, pero siempre invisibilizándolo. La Convención le reconoce a niños y niñas todo tipo de derechos: civiles, políticos, económicos, sociales y culturales. Ese fue un salto cualitativo, importantísimo, en el año 1989: dejar de ver la niñez y la adolescencia como objetos pasivos de protección, y verlos como sujetos titulares de derechos”, dice.
No obstante, el académico, identifica un “pero” muy actual. “Me atrevería a decir que en el mes de noviembre 2021 y, particularmente aquí en Chile, estamos en un momento de tensión porque, sí, desde un enfoque de los derechos humanos, pasar de ver a niños, niñas y adolescentes como objeto pasivo de protección a sujeto titular de derecho, hay un salto cualitativo. Pero, el problema es que ese primer salto cualitativo, que era necesario y que se dio, plantea hoy la interrogante acerca de hasta qué punto y con qué limites pueden o no ejercer esos derechos, de los cuales son titulares, de manera autónoma. Ese escenario en el que nos encontramos, genera tensiones”, sostiene Ravetllat.
Para explicarlo señala que, si se le dice a un grupo de adolescentes que son titulares del derecho de asociación, del derecho de reunión, del derecho de protección de datos personales, entre otros, estos podrían preguntar si, al ser titulares de esos derechos, pueden constituirse, como adolescentes, como una asociación; si pueden solicitar permiso para manifestarse por donde sea.
“Ahí damos un salto cualitativo. Ellos están pidiendo ejercer su derecho. Ese es el gran desafío al día de hoy. Nadie duda, gracias a la Convención, de que niños, niñas y adolescentes son titulares de derechos, pero el gran desafío puesto en juicio es si ellos y ellas pueden ejercer esos derechos por sí mismos. Y si la respuesta es sí, hasta qué límites, que es la idea de la autonomía progresiva”, señala.
Esta autonomía progresiva indica que, a medida que van creciendo y madurando, cuentan con un ámbito más amplio para tomar decisiones sobre su propia vida, de manera autónoma. Como dice Ravetllat, a veces con independencia, incluso, de lo que piensen sus adultos referentes. “Ese punto hoy nos genera muchos conflictos. Es uno de los motivos que explican por qué actualmente la nueva institucionalidad, la normativa que se está regulando en el tema de la niñez, está varada. Es un conflicto intergeneracional”.
Para Núñez, queda aún una lucha importante que dar, como el reconocimiento de la singularidad de los niños y niñas como personas al interior de la familia, que, en términos de estructura de funcionamiento social, es la primera base de la sociedad civil.
“Ser hijo, estudiante, deportista es uno de los escenarios en los que transcurre la vida de las personas entre 0 y 18 años. No es que sean eso. Así como nosotros no somos solo el trabajo que realizamos. Esa es una dimensión de la que poco se conversa”, dice.
A su juicio, otra gran deuda que tenemos en Chile sobre esta materia, además de la niñez migrante que cae “bajo las mismas falencias que tenemos a nivel de sistema político, para la infancia”, es lo que se relaciona con quienes viven su infancia en pobreza y vulneración de violencia de género, por ejemplo.
“Eso termina siendo lo que hemos ido conociendo: niños y niñas que van a dar al sistema de protección. El gran problema que tiene, más allá del enfoque adultocéntrico con el que está elaborado y que, por lo tanto, los y las niega en tanto sujeto, es que está anclado bajo el modelo económico en que vivimos y, por tanto, más que ser un sistema que protege y tiene como centro la realización de las mejores condiciones de vida para los niños y las niñas, les expone a ser convertidos en una gran fuente de recursos”, dice.
Para Núñez, el enfoque de derecho es el que ha estado faltando en el orden político de nuestro país, con el que se construyen las políticas de infancia. Se requiere “no solo nuevas capacitaciones y trabajos en términos de la representación de la infancia”, sino también, un cambio de paradigma completo; pero este cambio, agrega, “solo va a pasar en la medida en que no solo sea una declaración de intenciones de haber suscrito la Convención, sino que se construyan las bases materiales para que la niñez o infancia tenga un espacio en el desarrollo del orden político de nuestro país. Mientras eso no pase, lo que vamos haciendo es una especie de parche”, dice.
También Pérez identifica grandes brechas de cumplimiento de los compromisos sociales, éticos y políticos con los niños como sujetos de derechos. Para ella, las expresiones más dramáticas de estas brechas o deudas están en las cifras de pobreza infantil (32,4% de las personas menores de 18 años son pobres, según Casen 2020), o en las de maltrato infantil (71%, UNICEF) o los 189.726 niños, niñas y adolescentes atendidos por el Sename el año 2020 (Cuenta Pública Sename, 2020).
“Sin duda estas son urgencias insoslayables para la sociedad y el Estado, pero también quisiera insistir en la idea de que no avanzaremos en disminuir estas y otras cifras de privaciones humanas básicas, si no logramos construir una cultura de derechos para la niñez y adolescencia; una conciencia colectiva que no tiene que ser incompatible con otros valores que son caros para nuestra comunidad, como la libertad, la democracia, la igualdad o la solidaridad”, sostiene.
Según ella, mientras sigamos creyendo que los niños son “propiedad privada” de alguien, no lograremos ese horizonte ético que nos plantea la Convención sobre los Derechos del Niño, “esa honra común de la que habló Gabriela Mistral el año 1928 cuando señaló que `…La infancia servida abundante y hasta excesivamente por el Estado, debería ser la única forma de lujo -vale decir, de derroche- que una colectividad honesta se diera, para su propia honra y su propio goce. La infancia se merece cualquier privilegio´”.
Libros recomendados
–Aproximación histórica a la construcción sociojurídica de la categoría infancia, Isaac Ravetllat. Universidad Politécnica de Valencia, 2015.
–Ley de garantías y protección integral de los derechos de la niñez y la adolescencia: el niño, niña y adolescentes como epicentro del sistema, Isaac Ravetllat. Revista de Derecho, UdeC, 2020.
–Ser niño “huacho” en la historia de Chile (siglo XIX), Gabriel Salazar. LOM, 2006.
–Madres y huachos. Alegorías del mestizaje chileno, Sonia Montecino. 1991.
–El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, Philippe Ariès. 1960.