¿Cómo se explica la cooperación aparentemente desinteresada, por ejemplo, entre seres humanos no relacionados por ningún tipo de parentesco? Desde diversas disciplinas cuatro especialistas dan una mirada a cómo se pone en tensión el altruismo con la competencia y el individualismo de nuestra sociedad.
Por Ximena Cortés Oñate
La sociedad en que vivimos parece jugar al individualismo y la competitividad entre las personas, donde el concepto de selección natural de Darwin, básicamente, la supervivencia del más fuerte, parece alzarse como un objetivo soñado.
En ese escenario individualista aparece por oposición una peculiar cualidad que implica preocuparse por el bienestar de los demás sacrificando, incluso, los intereses propios. El altruismo, como comportamiento social, no beneficia al individuo que lo realiza, sino que, en términos generales, al grupo al que pertenece.
Esta condición altruista se puede verificar en distintas instancias de nuestro convivir social; por ejemplo, lo podemos ver en la actitud de las o los cuidadores, o en los donantes de sangre o de órganos.
Más complejo es el concepto del “altruismo eficaz”, movimiento acuñado por Peter Singer y que se construye sobre la idea, simple pero profunda, de que llevar una vida totalmente ética implica hacer “el máximo bien que puedas”. Esto se puede aplicar, por ejemplo, a la práctica de las donaciones benéficas donde, para que una organización consiga el apoyo que está persiguiendo, debe ser capaz de demostrar que el bien que hará con el dinero o tiempo donado, será mayor que el de otras alternativas para ello.
Se podría pensar en la conducta altruista como algo referido a un tema conductual, como algo innato, dependiendo de la disciplina científica desde la que se aborde el problema. Desde la antropología, por ejemplo, se puede ver el altruismo como parte de la propia evolución humana.
Como explica la antropóloga Daniela Leyton, “para que se produzca la evolución del homo sapiens y llegar a como nos organizamos actualmente los seres humanos en las sociedades y culturas contemporáneas, de alguna manera tiene que haber una característica o elementos de altruismo, de cooperación en las formas sociales en que nos organizamos, como una manera de adaptación al medio ambiente”.
Sin embargo, entenderlo solo como algo innato, también invisibiliza o deja fuera toda la complejidad que puede llegar a tener el fenómeno del altruismo como un constructo social.
“Claramente, desde la antropología social y, desde el campo más específico al que me dedico, antropología de la salud, como constructo social, cultural, el altruismo está presente de las maneras más cotidianas en nuestra vida, en el sentido de generar ciertos vínculos que establecemos en los medios sociales que nos movemos, para generar un bienestar o una ayuda desinteresada o voluntaria hacia otros”, dice la académica de la facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Concepción, e integrante del grupo de investigación Nidos UdeC.
En ese sentido, señala Leyton, se puede comprender el altruismo “como esta búsqueda de hacer el bien, quizá de una manera no muy consciente, personal o individual, pero es parte de nuestras prácticas sociales. Entonces, estas formas de prestar ayuda al otro, están presentes de manera cotidiana y eso lo podemos ver, por ejemplo, desde el tema de los cuidados”.
Esa doble dimensión es algo que también menciona la socióloga Beatriz Cid. El comportamiento humano, dice, es muy diverso dando lugar a relaciones humanas distintas y contradictorias.
La académica del Departamento de Sociología y directora del Magister en Investigación Social y Desarrollo de la Universidad de Concepción explica que toda acción humana está incrustada en constructos sociales.
“Rara vez una conducta es totalmente innata, sino que generalmente actuamos en relación con otras personas y tomando en cuenta a otras personas. Es por ello que los valores, las normas, las creencias compartidas y los contextos institucionales de un grupo, van formando la conducta humana. Eso vale para los comportamientos altruistas, pero también para los comportamientos individualistas”, señala.
A su juicio, mucho del actual comportamiento individualista se entiende en un entorno cultural y normativo que define el comportamiento individualista y autointeresado como el más racional, eficiente y productivo. “Hay espacios sociales donde el comportamiento altruista o, más específicamente, el comportamiento cooperador y recíproco, es promovido en contextos sociales caracterizados por la copresencialidad, la simetría (propias de las comunidades familiares o pequeñas) y espacios donde la búsqueda de equidad, cooperación, redistribución se han definido como objetivos políticos y económicos (propias de ciertos espacios políticos como la economía solidaria, el cooperativismo, y algunas organizaciones de base política o religiosas)”, señala.
Cid, quien trabaja en temas de diversidad económica y economía social, agrega que, en esos espacios, los comportamientos cooperadores son los socialmente esperados, mientras conductas individualistas son castigadas o reprimidas. “En suma, las conductas cooperadoras y recíprocas van a existir y expandirse cuando los contextos normativos e institucionales de un grupo lo promuevan”, dice.
Al respecto, Pablo Quintanilla señala que “la mayor parte de autores (biólogos evolucionistas, filósofos, psicólogos morales) piensa que estamos genéticamente programados para ser altruistas con nuestro grupo más cercano (el endogrupo) y competitivos con los extraños (el exogrupo)”.
Quintanilla es profesor principal de filosofía en la Pontificia Universidad Católica del Perú y autor, entre otros libros de La comprensión del otro. Explicación, interpretación y racionalidad. A su juicio, “hay cierto acuerdo en que esto es producto de la selección natural individual, pero, sobre todo, de la selección de grupos (group selection), pues los grupos sociales más cooperativos tienen más posibilidades de supervivencia que aquellos conformados por individuos egoístas. El entorno cultural, sin embargo, puede hacer que el endogrupo se amplíe o se reduzca. Y la educación, por supuesto, puede fomentar las naturales tendencias altruistas o las igualmente naturales tendencias competitivas”.
También desde la filosofía, Julio Torres sostiene que hay razones para pensar que la conducta altruista tiene una base biológica, y en ese sentido puede considerarse innata o no adquirida culturalmente. “Darwin fue el primero que propuso un argumento para sostener que la conducta altruista tiene esta condición. Advirtió que no era posible explicar el altruismo biológico por medio de su interpretación primaria de la selección natural como un mecanismo que selecciona individuos”, explica.
Para él, la conducta altruista, desde el punto de vista de la explicación evolucionista, es una conducta que disminuye la probabilidad de que el individuo sobreviva y se reproduzca, porque evidentemente el altruista está siempre propenso a exponerse al peligro, a arriesgarse por el bien del otro.
“Desde este punto de vista, la conducta animal altruista existe de milagro y requiere, dentro del mismo modelo evolucionista, una explicación alternativa. Esto es lo que hizo Darwin cuando pensó que, si esta conducta evolucionó y se propagó en distintas especies, lo fue porque hay un nivel superior en que actúa la selección natural: la selección de grupos. No solo los individuos son seleccionados, sino también los grupos (las poblaciones, las tribus, las especies)”, explica el Director del programa de Magíster en Filosofía de la Universidad de Concepción.
Posteriormente, continúa, esta idea darwiniana se desarrolló de manera más precisa; también surgieron alternativas críticas que reinterpretan la conducta que nos parece altruista como una forma elíptica de egoísmo, al imponerse la idea de que la selección selecciona realmente genes y no organismos. Según esta idea, sostiene Torres, “el altruismo sería una estrategia que puede explicar nuestra propensión a sacrificarnos por nuestros parientes más cercanos, es decir, por aquellos que comparten una proporción importante de nuestros propios genes (a esto se ha llamado selección de parentesco). Esta es la teoría que populariza Richard Dawkins en su libro El gen egoísta, de 1976”.
Para Torres, la cooperación desinteresada es posible si asumimos la intuición de Darwin según la cual “una tribu que incluya muchos miembros que posean en alto grado el espíritu de patriotismo, fidelidad, obediencia, coraje y compasión siempre estarán dispuestos a ayudarse mutuamente y a sacrificarse por el bien común, con lo que conseguirán la victoria sobre casi todas las demás tribus”.
Según el filósofo, si la lucha entre tribus es un proceso de selección de grupos, entonces los grupos que contienen personas altruistas, y cuyo rasgo es heredable, reemplazarán con el tiempo a los grupos que no las contienen. “Pero, si rechazamos esta tesis biologicista, entonces debemos apelar a aquello que es una constante en la historia del pensamiento, es decir, el intento de dar una explicación en términos de valores culturales y de motivaciones morales. Y hay distintas interpretaciones para explicar el origen de estos valores: un mandato bíblico, la existencia de deberes puramente racionales, un contrato social original, etc.”.
Quintanilla, en tanto, sostiene que la cooperación aparentemente desinteresada, por ejemplo, entre seres humanos no relacionados por ningún tipo de parentesco se explica, precisamente, por selección de grupos. “Una comunidad constituida por individuos que establecen relaciones de cooperación con alto grado de reciprocidad tiene más posibilidades de sobrevivir que otras sin esos rasgos. Más aún, los individuos egoístas que pretenden beneficiarse de la cooperación ajena pero que no son colaboradores en el mismo grado (los llamados free riders) suelen ser castigados de la comunidad o incluso expulsados”, dice.
En ese sentido, Cid propone que, más que de conductas altruistas, es más correcto hablar de conductas recíprocas, donde las reciprocidades son generalizadas y ampliadas. “Eso está muy bien representado en los refranes populares `hoy por ti, mañana por mí´, `todo se devuelve´, `una mano ayuda a otra, las dos lavan la cara´. Esto es el reconocimiento de que todos vivimos en redes amplias de cuidado, en distintos momentos de nuestra vida todos recibimos y proveemos cuidado. En algunos contextos son cuidados desde los más cercanos (familia directa, amigos, con los que se practica intercambio de favores, regalos y cuidado), con la comunidad próxima, donde son comunes las formas de solidaridad, ayuda mutua y `vueltas de mano´, pero en algunos contextos participamos de redes de cuidados más amplios, que alcanzan a la comunidad y la sociedad en su conjunto”.
Estas redes de cuidado generalizada o ampliadas, dice, “son las que generalmente se denominan altruismo, pues no esperamos un retorno o una vuelta de mano inmediata, ni siquiera próxima; pero sí la cooperación en estas redes permite consolidar una red de cuidado amplia y fuerte, que eventualmente, en algún momento de dificultad, podemos llegar a necesitar: es el caso de la cooperación con ollas comunes, con rifas para apoyar una tragedia, con organizaciones de beneficencia”.
En este sentido, la socióloga menciona que la cooperación amplia está construida por un contexto instituido que la favorece, y con la probabilidad de contribuir a formar y mantener una red de cuidados generalizada que nos otorga satisfacción o prestigio social por el solo hecho de contribuir a ella y que eventualmente puede llegar a ser relevante para los devenires de la propia vida.
Sobre los cuidados, Leyton señala que están siempre presentes en nuestra vida cotidiana, y que han sido abordados desde distintos ámbitos como las teorías feministas y la antropología médica, por ejemplo. “En último término, tiene que ver con todas las prácticas sociales, los significados e ideologías que están detrás de las formas que nos llevan hacia la reproducción de la vida como conjuntos sociales o grupos humanos en distintos contextos culturales o sociales”.
Para la antropóloga, hay una desvalorización de estas prácticas de cuidado hacia el otro, lo que se verifica en menores salarios en profesiones o especialidades asociadas a ello. “Por ejemplo, si lo pensamos en el campo médico, como puede ser la enfermería o los auxiliares, que desempeñan una práctica de cuidado muy cercana a los pacientes, su trabajo de cuidado no se ve reflejado en los salarios, ni en el rol o estatus como el de los médicos”.
Leyton participa en el Núcleo de Investigación de Donantes de Sangres, NIDOS UdeC, compuesto por profesionales de distintas disciplinas de las áreas de la salud y de las ciencias sociales. La investigación que desarrollan apunta a determinar cuáles son las motivaciones y las experiencias que llevan a personas a convertirse en donante altruista.
El proyecto inició en marzo de este año, por lo que aún no cuentan con resultados concretos, sin embargo, señala que, como grupo de investigación, a través del trabajo desarrollado hasta ahora han podido tener ciertas luces de por qué llegan los donantes altruistas a convertirse en tales.
“Al entender este fenómeno de la donación de sangre desde la movilización social y cultural que implica el hacerse donante, y no desde una perspectiva más sicológica que pueda tener el donante como un interés personal, podríamos adelantar ciertos indicios de que hay contextos que promueven esta donación altruista, los que podrían ser religiosos o, incluso, médicos o profesionales. Eso conlleva a cierta identificación, cierta pertenencia con el grupo. También podría incidir un cierto tema de estatus, prestigio o significado que tiene que ver con este acto”, señala.
El donante de sangre altruista, voluntario y de repetición, también debe cumplir ciertos requisitos, para poder llegar a donar sangre, lo que implica llevar a cabo prácticas, en su vida cotidiana, que lo lleven a convertirse en un sujeto apto.
“Tenemos, entonces, que al donante de sangre es un tipo de sujeto que se construye como tal, por lo tanto, implica cierta exclusión de otros sujetos. Por último, el énfasis en la donación de sangre altruista, si bien es un interés que tiene la salud pública orientado hacia el bien común, con el simbolismo de la sangre vinculado a la vida, también tiene otra arista más práctica que tiene que ver con el tema de la seguridad y la calidad de la sangre que es usada en las transfusiones”.
Entonces, ¿cómo poner en práctica la empatía y el altruismo, en una sociedad que fomenta la competencia y el individualismo?
Según Torres, es muy probable que un solo individuo egoísta tendrá éxito en alcanzar sus fines en el contexto de una sociedad que requiere la acción cooperativa. “Lo vemos a diario en la interacción social cotidiana gobernada por costumbres cooperativas y cuidadosas de los propósitos y necesidades del otro. Saltarse estas costumbres puede tener como sanción solo un reproche moral que no detiene el impulso egoísta”, dice.
Pero, sostiene, es difícil pensar que funcione una sociedad en donde no sean uno, o dos, quienes se salten la fila o se lleven un producto sin pagar en el supermercado, sino que todos traten de hacerlo. “Eso tendría como resultado la desintegración de la vida social y de los fines colectivos. En una situación de crisis realmente ocurre esto, pero las crisis nunca son permanentes. No sería posible la vida social si fuéramos todos egoístas o aprovechadores. Es un elemento constitutivo de la vida social la existencia de la acción cooperativa, cualquiera sea su origen”, asevera el filósofo.
En ese sentido, Cid señala que la empatía y la reciprocidad se ponen primero en práctica en los espacios de cuidado y cooperación más íntimo: la familia, las redes de amigos, la comunidad inmediata. “Es posible también construir y ampliar redes de cuidado progresivamente más extendidas, con base vecinal (como es el caso de las juntas de vecinos, las ollas comunes, las asambleas barriales), territorial o asociados a temas específicos (como los comités de defensa territoriales, cooperativas, mutuales o la participación en organizaciones sociales de apoyo mutuo y de beneficencia). En esos espacios existe una relación y una economía de regalos, cooperación y cuidado, que es posible ampliar y fortalecer”, dice.
Algo similar opina Quintanilla, quien sostiene que, en líneas generales, “un niño que crezca en una comunidad empática, solidaria y cooperativa, tenderá a comportarse de esa manera, mientras que un niño formado en una comunidad egoísta adoptará esas características”.
Pero, agrega, se debe asociar lo cognitivo con lo afectivo. “La persona tiene que entender que el bien del grupo es su propio bien y también debe acostumbrarse a que el sufrimiento ajeno le resulte doloroso e incluso intolerable. Eso está asociado al sistema de neuronas espejo, propio de los seres humanos y de otros primates, que nos conduce naturalmente a sufrir ante el sufrimiento ajeno. Pero eso también es algo que se moldea con la educación y la vida. Las circunstancias pueden hacer que uno bloquee esa tendencia natural o que la desarrolle”.
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