Este 8 de marzo se cumplieron 55 años de la muerte del fundador de la UdeC, una fecha que cobra especial realce en el año del centenario de la primera universidad de regiones en Chile. En estas páginas, conoceremos algunos capítulos importantes de la vida del hombre detrás del ícono, con sus debilidades y virtudes. Una figura clave no solo para la Universidad, sino también para la historia y el devenir de la Región del Bío Bío.
Hacer apuntes, tratar de hacer bocetos de la vida de un hombre en pocas líneas es un intento necesariamente fallido, por la complejidad de la vida misma y la imposibilidad material de ser fiel a la verdad, por tener ésta tantas formas. En la vida de cualquiera, más todavía cuando la vida corresponde a una persona cuyo transcurrir ha dejado huellas tan profundas como duraderas, por lo cual sus descripciones biográficas se encuentran en los límites del mito.
Pudo haber sido ciertamente de ese modo al contar la vida de Enrique Molina, el primer rector de la Universidad de Concepción, el rector vitalicio, cuya impronta permanece completamente vigente y cuyas ideas siguen siendo un camino que ha llevado transeúntes por cien años.
Sin embargo, hay una ventana que permite asomarse a la persona, más que al personaje, gracias al mismo rector Molina, quien tuvo la voluntad de dejarla abierta, no solo está por escrito su obra filosófica, académica y literaria, sino una relación de su propia vida, bajo el título “Lo que ha sido el vivir”, una historia que llegó a conocimiento público solo muchos años después de haber sido concluida.
Hay toda una serie de acontecimientos que retrasaron la publicación; hay indicios de que hubo una edición limitada que terminó por ser retenida o destruida, hechos que podrían justificar una investigación apasionante para entender por qué una obra de estas características pudo haber resultado incómoda, o inadecuada, para las autoridades universitarias de la época, con la hipótesis de que a lo mejor contenía un desacostumbrado o inusual despliegue de sinceridad y transparencia.
A pesar que el rector Molina había terminado de escribirla en 1949, se imprimió solo en 1973, por resolución del Consejo Superior el 3 de enero de ese año. Fechas complejas, con circulación restringida, buena parte de la edición terminó en las bodegas de la imprenta de la Universidad. La segunda edición fue publicada recién el año 2013, quedando así a plena luz estos Recuerdos y Reflexiones, como reza su subtítulo.
El autor explica al inicio, “mucho he vacilado antes de ponerme a escribir estas notas. Pero ha predominado al fin el deseo de que no se extingan conmigo estados de alma, pensamientos, apreciaciones, puntos de vista, hecho y episodios que han llenado mi existencia”.
En las biografías formales puede leerse; Enrique Molina Garmendia, La Serena, Chile, 1871 – Concepción, 1964, y es descrito como filósofo y pedagogo chileno. Rector y presidente de la Universidad de Concepción durante casi cuarenta años (1919-1956) y ministro de Educación Pública en 1947. Hijo de Telesforo Molina y Mercedes Garmendia, fallecida cuando tenía cuatro años, estudió en la Escuela Pública de La Serena. Apoyado por su padre, en 1887 se trasladó a vivir a Santiago para estudiar Medicina. Sin embargo, debido a los altos costos de los libros de estudio que le exigían para dicha carrera, decidió optar por estudiar Derecho.
El joven Molina tuvo más bien en su padre un modelo para no copiar, por su inconstancia y desapego a la vida familiar, aunque no sin cariños hacia él. Para explicar las discutibles conductas de su progenitor, reflexiona: “Las grandes pasiones excluyen a la moral como una intrusa. Los ambiciosos de poder en la política. La moral y la política serían según ellos distintos campos autónomos”.
La niñez de Enrique es rica en vivencias y aventuras. Aunque queda tempranamente huérfano de madre, sus familiares le cuidan y tiene grupos de amigos con quien juega y crece. Ya de adulto recuerda siempre las escuelas que tuvo, a sus profesores, algunos ineptos, otros motivadores, en los tiempos de la Guerra el Pacífico, días descritos por él como de “inquietud, pero sobre todo de entusiasmo, patriótico y marcial”, el marchar al costado de los pelotones soldados hacia sus destinos junto con sus compañeros, “los acompañábamos electrizados al compás de las marchas marciales, hacia la estación de ferrocarril a Coquimbo donde se iban a embarcar para el norte”.
Al describir las casas en su Serena natal, escribe que algunas de ellas tenían “el perfume inagotable el alma de una madre que apenas se ha conocido, que ha dejado en el corazón la sequedad de un afecto ignorado”. La madre ausente que le es descrita por amigos y vecinos como una persona buena, inteligente y fina. Así, en estas sinceras memorias escribe: “Ha sido un constante vacío de mi corazón esa madre que no conocí. Y, sin embargo, se ha asomado en mi día a día, como si su aliento estuviera en cada molécula de mi ser, vive en mí, soy cual una nueva forma de vida de ella”. Esta sentida frase es como una rendición de cuentas, que permite entender la fuerza de su dedicación y compromiso en todos y cada uno de sus proyectos y emprendimientos.
A pesar de las semblanza que hace de su padre, la forma de vivir su vida y lo que esperaba de su hijo, muy diferente a la vocación del joven Molina, al final no hubo obstáculo para que se desarrollara en él un carácter ponderado y una sólida intelectualidad, así como la vocación de educador, condición ésta que recorrió su vida, dejando atrás al abogado titulado en 1902 que nunca ejerció, ya que antes había obtenido, en 1892, el título de profesor de Historia, Geografía y Filosofía.
Efectivamente, su permanencia en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile no duró mucho. Luego de la creación del Instituto Pedagógico, en 1889, decidió cambiarse de carrera. Más adelante señaló de esta decisión: “En el Pedagógico aprendí a trabajar, a estudiar y comencé a sentir el seguro resorte de una disciplina interior. Arraigó en mí la idea de que Chile necesitaba más profesores que abogados y educar se me presentó como una misión social. Fue la iniciación en la búsqueda de un sentido pleno de vida”.
Enrique Molina trabajó como profesor de Historia y Geografía en el Liceo de Chillán entre 1893 y 1903, época en que tuvo que aplicar la reforma educacional decretada por el gobierno vigente. Durante esta etapa, realizó un viaje de estudios por Alemania y Francia. Ese mismo año, participó en el Congreso General de Educación, donde se debatió sobre si se debería preponderar el carácter humanista de la educación secundaria por sobre lo técnico, o viceversa. Enrique Molina era más partidario de lo primero. En 1903 se trasladó a Concepción para hacer clases en el Liceo de Hombres de Concepción —actualmente llamado en su honor Liceo Enrique Molina Garmendia— hasta 1905, año en que fue nombrado director del Liceo de Hombres de Talca, institución en la cual trabaja hasta 1915.
Ese mismo año regresó a Concepción para trabajar nuevamente en el Liceo de Concepción, esta vez como profesor y rector, cargos que comenzó a ejercer al año siguiente y que mantuvo hasta 1935, además de participar activamente en la masonería.
En 1917, connotados vecinos e intelectuales chilenos, representantes de la comunidad e instituciones penquistas, como Edmundo Larenas Guzmán y Virginio Gómez, entre muchos otros, decidieron emprender la tarea de crear una Universidad para toda la zona centro-sur y sur del país. Enrique Molina asumió la presidencia de dicho comité.
Recuerda Molina. “Le propuse al Presidente de la República, don Juan Luis Sanfuentes, que fundara esta Universidad, diciéndole que sería un bellos coronamiento para su gobierno”. La respuesta, claro está, fue negativa, con el antiguo argumento de la pobreza fiscal y los interminables otros proyectos y necesidades. Un periodista hace llegar un telegrama con esta mala nueva. “Fue como una chispa caída en terreno sembrado de pólvora. La idea que había rebotado sin acogida en los fríos muros de La Moneda prendió sólidamente en las tierras del Bío-Bío”.
La flamante Universidad de Concepción, con más intenciones que bienes, con más alma que cuerpo, decide, de una buena vez, dar la partida a un sueño para ese entonces de difícil cumplimiento abrir la Universidad, lo cual ocurre a principios de 1919. Iniciaron sus trabajos entonces las Escuelas de Farmacia, de Dentística, de Química Industrial y de Educación con un curso de inglés.
En su obra Discursos Universitarios, en 1956, recuerda el Rector cómo todos los sectores, todos los núcleos penquistas, ayudaron a la Universidad naciente: “Fue un gesto que no vacilo en calificar de heroico y temerario. Dificulto que Universidad alguna en el mundo haya nacido en cuna más humilde y desamparada. La opinión de Concepción estaba preparada para querer una Universidad, pero no contaba con medios ni para empezar a mantenerla. Recibimos algunas sumas de benefactores de la localidad, pero eran pequeñas para obras como ésta. La muchachada del Centro Dramático del Liceo de Hombres sacrificó sus vacaciones de septiembre y se lanzó al sur en gira de saltimbanquis a buscar fondos para la nueva institución. Los municipios de la región se mostraron muy bien inspirados ya acordaron subvenciones, siempre módicas, en favor de la Universidad. Se efectuaron colectas públicas. Las damas de nuestra sociedad y las colonias italiana y española se sacrificaron repetidas veces, organizando fiestas para reunir fondos en favor de la nueva obra, y los comienzos. ¡Qué comienzos aquéllos, luchando con la pobreza, el desaliento, con la incomprensión!”
En 1918, y ya con la idea de crear la primera universidad chilena fuera de la capital, Enrique Molina había viajado a Estados Unidos para observar las innovaciones recientes en pedagogía realizadas en dicho país y observar la estructura de los establecimientos universitarios. Allí pudo conocer las universidades de Berkeley, Stanford, Wisconsin, Chicago, Northwestern, Columbia, Yale, Filadelfia, Princeton y Harvard.
El campus de la Universidad de California en Berkeley motivó a Enrique Molina para que la futura Universidad de Concepción también tuviese un campus universitario, incluso con un campanil parecido a la Torre Sather de esa casa de altos estudios. En su momento, la construcción de esta gran obra arquitectónica se encargó al Constructor Civil, Juan Villa Luco, hecho de concreto armado, con 42 metros y 50 centímetros de altura, con escaleras en su interior y un balcón en la parte superior. Fue terminado en 1943, con un presupuesto de $994.630 de la época, e inaugurado en los primeros meses de 1944, con el beneplácito del grueso de la comunidad universitaria, aunque hubo protestas de estudiantes que reclamaban otras prioridades.
El complacido rector describe: “El Campanil, cortándose sobre los oscuros pinares y en el luminoso raso del firmamento, es bello. Será siempre bello. Va a ser el símbolo universitario por excelencia, signo de rectitud y elevación, columna que difundirá en las almas goce, placidez y serenidad, flecha que apunta a la altura, como la filosofía, donde más allá de las nubes que amedrentan, triunfa la claridad celeste”.
En 1924, cuando presidía un grupo de investigadores y profesores de la Universidad, Enrique Molina fundó la revista Atenea con el objetivo de difundir el pensamiento y la obra de intelectuales, políticos, artistas y académicos de los ámbitos culturales chileno y latinoamericano. Esta revista sigue estando activa hasta la actualidad y, desde 1929, ha entregado el Premio Atenea, otorgado a autores de obras destacadas de ciencia o literatura.
Se requería una persona con competencias enormes para una empresa de tamaña envergadura, con actores tan disímiles y el predecible conflicto permanente de también diversas esperanzas e intenciones. Hacía falta una inteligencia mayor y una tremenda capacidad de diálogo, sumado a la fuerza de voluntad y autoridad moral. En el prólogo del libro, quien sería su sucesor en la rectoría, David Stitchkin, le describe en sus últimos años: “Firme y fuerte aún por la voluntad de su espíritu, que no acataba siquiera el imperio del tiempo, ni los desvaríos del cuerpo que la amarga condición que la vida le había impuesto”, cuando le recibe poniéndose de pie, con su elevada estatura “que seguía pareciéndome interminable”.
En sus diversos viajes al extranjero y giras por el país, Molina Garmendia recibió múltiples distinciones y condecoraciones, entre ellas: Medalla de Goethe, Alemania, Miembro académico de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile, Santiago de Chile, Oficial de la Academia del Ministerio de Instrucción Pública, Francia, Caballero de la Corona, Italia, Miembro del Ateneo, México, Premio de Arte de la Municipalidad de Concepción, 1953, Concepción, Chile.
Adicionalmente, en 1956 fue nombrado rector vitalicio de la Universidad de Concepción. En 1959 el escultor Samuel Román erigió en su nombre el monumento Homenaje al espíritu de los fundadores de la Universidad de Concepción en el Foro (foto de portada de este especial), y ese mismo año recibió el título de Profesor honoris causa de la Universidad de Chile.
Falleció el 6 de marzo de 1964 a los 92 años de edad. Según los titulares de la prensa local “Un eco de profunda consternación causa deceso de Don Enrique Molina. Condolencias de todo el país recibe la Universidad” expresando que la pérdida de este eminente maestro y pensador enluta a Chile y al pensamiento y la cultura de América.
Sus restos fueron enterrados en un mausoleo del Cementerio General de Concepción, el cual se ubica en la plaza Pedro del Río, en un terreno que había sido adquirido por él mismo en 1963. Allí yacen igualmente su esposa María Ester Barañao Gazmuri y su hijo Raúl.
En la última parte de la obra que se ha venido aludiendo, el rector Molina trascribe un epitafio que había escrito para sí mismo: “Vivo en el ansia de entender, de ser feliz y de ser mejor. Buscó el amor, buscó la virtud y la verdad, buscó a Dios. Más bajo la pátina de serenidad que la vida pone con los años. Murió ignorante y su tormento no cesó jamás”.
En este año, cuando la Universidad festeja su primer centenario, la presencia humana de Enrique Molina se hace presente a través de la narración de su propia vida, la visión del rector vitalicio más allá del bronce. En sus últimos párrafos advierte: ”No es posible sustraerse al imperio de una filosofía perenne de orden moral. Las costumbres y las formas de vida cambian, más subsiste algo normativo esencial sin lo cual la existencia humana perecería. El hombre no puede prescindir de las virtudes del trabajo y la temperancia, de la bondad, el valor y la justicia”.