Tras la batalla de Loncomilla, desapareció para siempre ese Chile tricéntrico que venía desarrollándose desde la independencia, con tres polos de influencia y de crecimiento, en el Norte, en Santiago, y en el Sur, sustituido por un unicentrismo omnímodo hasta nuestros días.
No es una mala idea darle una mirada a la historia, sobre todo, cuando de otro modo algunas circunstancias del presente no parecen tener explicación. El tema en cuestión es la descentralización, y desde nuestra perspectiva, más concretamente el momento en que Concepción fue relegada al traspatio de las grandes decisiones nacionales.
Todo parece indicar que esta situación se inicia el año 1851 con un decenio negro para la ciudad. Escribe el presbítero Espiridión Herrera Alcázar: “Concepción, centro del movimiento revolucionario del sur de Chile, había pagado grueso tributo de sangre. La suerte le había sido adversa: había visto a muchos de sus hijos abandonar el hogar, para buscar en otro suelo la seguridad personal; y a otros, gemir en solitaria prisión”.
Efectivamente, derrotado el General don José María de la Cruz, a fin de arrancar de la ciudad todo germen de futuro levantamiento, se habían circunscrito los límites del departamento de Concepción a la sola parte urbana, de tal suerte que su propio cementerio quedaba en distinto departamento. Con medidas de esa naturaleza se lograba quitar a Concepción su influjo sobre las subdelegaciones rurales y reducir al mínimo posible las fuerzas políticas a “un corto número de personas sobre las que se ejercía continua vigilancia y presión de parte de las autoridades locales”.
Los años de opresión terminaron con el advenimiento del Presidente Pérez y con la ley de amnistía que este se apresuró a patrocinar. Esta puso remedio al castigo sobre los derrotados penquistas y pudo empezar a repararse el quiebre subsistente en la comunidad nacional. Sin embargo, no hubo, entonces, ni más tarde ni nunca, medida capaz de conjurar los efectos de esa otra fractura profunda y mucho más decisiva que se produjo en el proceso de la evolución nacional. Para Fernando Campos Harriet, en su Historia de Concepción, tras la batalla de Loncomilla, desapareció para siempre ese Chile tricéntrico que venía desarrollándose desde la independencia, con tres polos de influencia y de crecimiento, en el Norte, en Santiago y en el Sur, sustituido por un unicentrismo omnímodo hasta nuestros días.
Con el inicio de un nuevo año legislativo, se renovarán los debates sobre asuntos de coyuntura, temas en el fondo periféricos, como la elección de gobernadores regionales, cuando, en realidad, lo que hay que discutir, más que sus atribuciones, es el tipo de país que queremos, uno que tenga de casi todo en el centro y lo que resta en las regiones u otro que permita el pleno y armónico desarrollo de todo el territorio nacional.
Es ese el debate profundo que está pendiente. No es posible que nuestros representantes acepten, sin mayor comentario, que la capital de Chile emplee, sin límites de naturaleza alguna, los recursos de todos los chilenos, incentivando una insana migración centrípeta al restar oportunidades a las regiones. Que no preocupe que un segmento del país concentre casi la mitad de la población, que en ese territorio de limitada extensión se concentre el dinero y el progreso, que exista una diferencia tan marcada que no resulte inapropiado describir la existencia de otro país dentro del nuestro, una realidad que requiere de liderazgos potentes para darle término.