Es indispensable crear una cultura de convivencia, como las políticas del buen vecino, encontrar el equilibrio entre los derechos y las obligaciones, más el cultivo del respeto y los buenos modos, la afabilidad ciudadana, que no puede instaurarse por el solo imperio de la ley.
A l estar en vigencia desde el recién pasado domingo 11 la nueva Ley de Convivencia Vial, se espera que se pongan en marcha todos los sustantivos cambios en los derechos y deberes de automovilistas, ciclistas y peatones. Se espera que no sea otra de esas leyes que se transformen en letra muerta, hasta sufrir el ciclo de la falta de respeto, el olvido y la presentación, en un futuro por determinar, de un nuevo proyecto de ley, como parece ser el destino de normativas que no tienen el respaldo suficiente como para hacerlas respetar.
Esta nueva ley se genera en un contexto palpable para cualquier ciudadano que salga a la calle, en un escenario que se ha venido configurando durante los últimos años, la creciente dificultad para circular en los espacios viales públicos. Al tradicional factor de aumento notable de vehículos motorizados, se agrega un número considerable de personas que utilizan otros medios, además de caminar, especialmente la bicicleta.
Los principales cambios que introduce la ley apuntan, como se ha descrito, a normar el uso y relación de este último medio de transporte con los demás actores que interactúan en la vía pública, regulando explícitamente los lugares en los que podrán, o no, transitar, la velocidad máxima en su desplazamiento y hasta la vestimenta necesaria para su uso en la ciudad.
Por ser una ley que nos afecta a todos, surgen dudas perfectamente razonables en cualquiera de los grupos de usuarios, automovilistas, peatones y ciclistas con respecto del impacto de la normativa y de cómo será su fiscalización, ya que lo tradicional había sido tratar de lograr una relación de entendimiento entre peatones y automovilistas, o el transporte público hasta la irrupción de un tercer y gravitante actor en ese escenario, los ciclistas, con su propias vías y el derecho a usar también las otras por defecto.
Aparte del respeto al otro y el acatamiento de las normas, ambos factores de eficacia relativa, el capítulo más relevante y discutido es el de las sanciones, especialmente en el caso de las recién llegadas bicicletas, cuyos conductores están sujetos a obligaciones que de no respetarse son motivo de multa, por ejemplo, el uso de casco, los pasos de cebra (que la ley define como espacios exclusivos para peatones), uso de luces y chalecos reflectantes cuando las condiciones de visibilidad lo indiquen, entre otras.
Es indispensable crear una cultura de convivencia, como las políticas del buen vecino, encontrar el equilibrio entre los derechos y las obligaciones, más el cultivo del respeto y los buenos modos, la afabilidad ciudadana, que no hay ley que pueda instaurarla, pero que es un sentido requisito para la civilidad, resolver las acusaciones mutuas, conductores de vehículos motorizados que hacen ver las dificultades de compartir la calzada con quienes transitan en bicicleta, mientras éstos temen circular por ella, y los transeúntes, que relatan cómo a veces son pasados a llevar por quienes andan en bicicletas por la acera.
El asunto crucial es examinar el espíritu de la ley, que no tiene como objeto multar transgresores, o establecer un sistema de inspectores omnipresentes e implacables, sino establecer que las vías públicas deben ser usadas con respeto por todos y para todos quienes las utilizan, considerando sus particulares diferencias. La ley sería inútil si no se logra aprender a convivir.