Los acontecimientos se suceden en la actualidad con más prisa que lo conveniente, las realidades lejanas, ante la inmediatez de las comunicaciones, parecen afectarnos tan de cerca como nuestras propias circunstancias, no es entonces de extrañar que en ese tráfago de asuntos, muchas señales importantes se pierdan, dejen de estar en la atención de las personas y desaparecen de la conciencia, cuando, por su trascendencia, no debieran ser relegadas.
Así ocurre, por ejemplo, con la información señalando que cerca de 40 mil jóvenes habían perdido el beneficio de la gratuidad en la educación superior por haber excedido el tiempo formal de egreso de sus carreras, el comentario añadido, aludiendo a un eventual encendido de alarmas, no fue suficiente y este asunto, a pesar de su significado, se diluyó rápidamente.
Hay varios motivos para mover a preocupación, no solo por la coyuntura, sino para el diseño de políticas públicas, para empezar hay que señalar que este el elevado número de afectados, provienen, principalmente, de planteles del Consejo de Rectores, una cifra que tiene todas las posibilidades de aumentar en los años por venir cuando más jóvenes puedan acceder a este beneficio en la educación superior.
En términos individuales, que suelen tener lecturas diferentes al tratamiento de datos estadísticos, cuando un joven se atrasa en terminar su plan de estudios y obtener su título, pierde el financiamiento, a partir de allí, queda librado a su suerte, ya que no siempre puede enfrentar los costos de la terminación de la carrera, en cuyo caso aumentan severamente los riesgos de abandono y deserción de la educación superior, una posibilidad que se ve aumentada todavía más ya que la mayoría de los casos afectan a jóvenes pertenecientes a los niveles socioeconómicos más bajos, con escasa capacidad de maniobra.
Hay una cifra de significado ambiguo, ya que el 30% de los jóvenes que abandona la educación superior, un 83% es el primer integrante de su familia con la aspiración de convertirse en el primer profesional del grupo, de tal manera que la buena noticia de las numerosos familias que por primera vez han podido tener a sus hijos cursando estudios universitarios se contrasta con el alto porcentaje de fracaso de los jóvenes. Se frustran así las posibilidades de movilidad social, el resultado primariamente esperado, y se mantiene una brecha entre los que sí pueden financiar los estudios a todo evento y quienes enfrentan un escenario de evidente fragilidad, perpetuando la situación de inequidad en las oportunidades.
Los datos disponibles del Consejo de Rectores informan que el 60% de los universitarios requiere de un año más para egresar, una posibilidad que se incrementa notablemente si quienes ingresan a las instituciones viene con falencias en su formación, lo que obliga, no siempre con éxito, a implementar programas de acompañamiento al comenzar sus estudios superiores, hacer cursos de nivelación o robustecer los sistemas de tutoría, una carga añadida a las tareas usuales de las universidades y que no solían estar en su misión, ya que esa tarea se suponía provista por la educación precedente.
Las cifras que escuetamente relatan el alto porcentaje de jóvenes que pierden la gratuidad, ponen de manifiesto por donde habría que empezar, es evidente que los aportes deberían cambiar de dirección si se quiere corregir estos insatisfactorios resultados.