Si bien el vocablo “posverdad” venía usándose en forma aislada con anterioridad, fue en 2010 cuando se transformó en un verdadero fetiche que terminaría marcando a la década, gracias a una publicación del bloguero David Roberts. El término se emplea para describir la distorsión deliberada de una realidad, con el fin de crear y modelar opinión pública e influir en las actitudes sociales, en la que “los hechos objetivos tienen menos influencia que las apelaciones a las emociones y a las creencias personales”.
Este neologismo, íntimamente ligado a las denominadas “Fake News” (noticias falsas), sólo puede entenderse a partir del cambio tecnológico, sociológico y psicológico que supuso la irrupción de las redes sociales, con el que se modificó la relación clásica del emisor con sus receptores, acercando la comunicación de masas a la interpersonal. Un cambio de similar envergadura a la irrupción de la comunicación de masas a principios del siglo XX o la invención de la imprenta.
Recordemos que hace una década las redes sociales fueron determinantes en el fenómeno global de “los indignados”, la Primavera Árabe y la Revolución Griega, entre otros. Y es que, por primera vez, el control de la información -no hablemos de monopolio- , dejaba de pertenecer en exclusiva a los medios de comunicación. Así, por ejemplo, en mayo de 2011, el hashtag #Greek Revolution en Twitter consiguió en una semana reunir a 100 mil manifestantes en la Plaza Syntagma de Atenas.
Pero así como las redes permitieron una atomización de la información que antes estaba en manos de unos pocos, y ayudaron a que millones de ciudadanos sin voz pudieran expresarse (o tener la ilusión de expresarse), también dieron manga ancha a grupos inescrupulosos que sintieron que podían manipular y moldear la realidad a través de noticias falsas.
Familiarizarse con esos cambios es lento. Recordemos cómo en 1938, a través de un falso noticiero radial, Orson Wells hizo creer a miles de norteamericanos que su país estaba siendo invadido por extraterrestres. 80 años después, sería impensable que un programa de radio o TV volviera a desatar el pánico o la histeria colectiva. Sin embargo, en 2010, era habitual que la gente creyera sin cuestionar la información que proporcionaban las redes sociales. Hoy, se podría decir que, a punta de porrazos, los lectores han ido madurado, y han comenzado a acostumbrarse a cuestionar la información, volviendo incluso a los medios más tradicionales, en busca de mayores garantías de veracidad.
Paradojalmente, las Fake News más que perjudicar, pueden terminar favoreciendo a los medios formales. Un lector puede sentir antipatía por un medio en particular o no comulgar ideológicamente, pero aun así acudirá a él a la hora de confirmar una noticia de redes sociales que le merece dudas. En el tiempo de desconfianza en que vivimos, en que las principales instituciones han sido cuestionadas, a los medios tradicionales se les presenta un desafío grande: el de la credibilidad.
Hoy, más que nunca, los medios deben ser un mástil al que los lectores puedan amarrarse durante una tormenta informativa. Por lo mismo, la responsabilidad de los profesionales de la prensa es mayor: si publican una información sin chequear, extraída de fuentes dudosas de redes sociales, su credibilidad se va a ver comprometida y podrían no recuperarla. Y es que, si el medio se equivoca y no es riguroso en el tratamiento de la información, entonces ¿en qué van a creer los lectores?