En la medida que las libertades ciudadanas se instauran con claridad y se percibe de modo horizontal el derecho a la dignidad de las personas, las ciudades empiezan a responder a esas necesidades, la preocupación por los entornos, las vías de circulación, los espacios para el esparcimiento y la socialización, las edificaciones a escala humana. Por contraste empiezan a verse con una mirada menos tolerante las construcciones gigantescas, con cientos de departamentos minúsculos y espacios comunes limitados a los imprescindible, con la excusa de las razones económicas y las cercanías a los sitios de trabajo.
Lentamente, emerge la necesidad de compatibilizar lo utilitario de la densificación con el derecho de las personas a tener una razonable calidad de vida, un nivel que debe tener un nítido mínimo, un piso de tolerancia bajo el cual no puede considerarse adecuada la solución al problema habitacional, la convicción que no es posible para una sociedad democrática condenar permanentemente a un sector de su población a vivir indignamente. Este cambio incluye entender que hoy la legalidad de los proyectos es sólo ese piso básico y que se debe asumir la tarea de un desarrollo inmobiliario más consciente del entorno.
Voceros de la Asociación de Desarrolladores Inmobiliarios (ADI), han informado recientemente a diferentes medios del resultado de sus propios procesos de reflexión sobre el particular, resumiéndolos en tres ejes considerados prioritarios para un desarrollo más sostenible. El primero apunta al ordenamiento territorial, buscando una densificación más equilibrada, que no puede esperarse por el solo arbitrio de la reglamentación, que ha probado ser claramente deficitaria y públicamente evidente tras el problema de los guetos verticales, con el resultado adverso de la tendencia a congelar el territorio urbano, castigando alturas y densidades, como indignada respuesta de la sociedad civil y gobiernos locales a la falta de un ordenamiento apropiado.
En este medio se ha informado que en lo que a la Región respecta, en los últimos veinte años de 233 proyectos inmobiliarios presentados, casi la mitad de ellos fueron rechazados, de treinta y cuatro problemas frecuentemente detectados aproximadamente seis son de orden técnico, todo el resto es causado por falta de socialización en diversas instancias, la falta de respeto a la opinión de las personas, la poca valoración a las demandas del ambiente y el entorno, el desdén por el trabajo colaborativo con las comunidades, entre una larga lista de asuntos propios de una empresa que pretende entrar a desarrollar sus ideas en una suerte de territorio conquistado.
Hay que volver a buscar el equilibrio entre las rentabilidades y las demandas de la sociedad, el desarrollo de las ciudades y del negocio inmobiliario requiere, según la ADI “que el progreso económico y social esté centrado en el bienestar de todos los actores del proceso… la labor empresarial no debe buscar maximizar exclusivamente la rentabilidad económica… sino también generar valor compartido para todo el sistema”.
Los otros dos ejes aludidos son igualmente necesarios, una nueva y vigorosa gobernanza urbana sobre todo en las grandes ciudades y la participación ciudadana activa, con espacios de diálogo abierto y anticipatorio, para salir al paso de la tendencia a segregar ciudades, con un inaceptable e intranquilizador costo social.