No ha de entenderse que sólo en las reparticiones públicas hay resguardos en relación con la confiabilidad y certeza de los procesos de evaluación del personal, que resulta ser por lo general de escasa utilidad práctica y termina por transformares en un ejercicio más bien vacuo, cuyos resultados son hasta cierto punto predecibles y un motivo de eventual conflicto, si estos no se compadecen con el criterio de los evaluados.
El caso que ha instalado con mucha fuerza esta situación, es la crítica de los diputados de la Comisión de Salud, quienes han descrito al sistema de evaluación como “laxo” y en consecuencia se insinúa que esta situación puede hacerse extensiva a toda la administración pública.
Uno de los objetivos del proceso es dar a conocer tanto a los funcionarios que tengan falencias en su desempeño, como a los empleadores, una señal que puede servir para capacitar al empleado, si fuera esa la razón de su mal desempeño. Eventualmente la mala evaluación puede resultar en la desvinculación del funcionario que no tenga el perfil necesario para el desempeño adecuado de su cargo y de esa manera asegurar que la planta de empleados sea más eficiente y de progresiva mejor calidad.
La intranquilidad de los legisladores es comprensible, de acuerdo a la información que enviaron los 29 servicios de salud del país a la comisión del área en la Cámara de Diputados, en los últimos cinco años, entre los años 2012 y 2016, se ha desvinculado a 12 trabajadores del sector por haber obtenido una mala evaluación, lo que representa un promedio de 2,4 trabajadores al año, si se considera que el sector público de salud tiene una dotación efectiva de 120 mil funcionarios, estos 12 desvinculados en los últimos cinco años representan un 0,01% del total.
Es extremadamente difícil de creer, conociendo la distribución estadística normal de este tipo de situaciones, que ese porcentaje exiguo represente la realidad, no es creíble, ni siquiera en el más prestigioso centro de salud del primer mundo, que no se produzca una distribución de menos a más. Tienen que existir factores de distorsión, a lo menos dos; falta de acuciosidad para aplicar los criterios de evaluación, que suelen ser suficientemente explícitos, o falta de voluntad política para aplicarlos ante el temor de protestas sindicales o defensas corporativas.
Transversalmente los políticos observan discrepancias entre los óptimos resultados de las evaluaciones, con un altísimo porcentaje de funcionarios de los servicios de salud calificados como de sobresalientes y el grado de satisfacción de los usuarios “un sistema de evaluaciones que no se ajusta a lo que uno percibe cuando habla con la gente, que ven irregularidades y malos tratos” o “sabemos que hay gente que en condiciones muy adversas hace un muy buen trabajo, pero sabemos también que hay otros que hacen mal la pega”. Ambas observaciones dejan claro que el instrumento no cumple con incentivar el auténtico mejor desempeño y discriminar positivamente a quien trabaja bien, a la larga esta falta de precisión perjudica a los más meritorios e invita a la mediocridad, a buscar el punto de menor esfuerzo posible dentro del sistema.
El desarrollo de una auténtica cultura de evaluación y superación es una de las barreras para el desarrollo y el progreso, un cambio de mentalidad que no ha sido implementado con el necesario rigor.