Se atribuye al economista austriaco Joseph Schumpeter, la introducción del concepto de innovación a la literatura económica, entendiendo por ello “la introducción de un bien o producto nuevo para los consumidores o de mayor calidad que los anteriores, la introducción de nuevos métodos de producción para un sector de la industria, la apertura de nuevos mercados, el uso de nuevas fuentes de aprovisionamiento, o la introducción de nuevas formas de competir”, en su concepción en el capitalismo existe una fuerza interna, el “ansia de innovación”, que constituye el motor del movimiento económico en un país.
Un proceso que en su propuesta asocia la idea de “destrucción creativa”, ya que la innovación termina con las formas tradicionales de hacer las cosas, al introducir nuevos y superiores paradigmas, más productivos, eliminando los preexistentes, en un constante proceso competitivo y creativo.
La OCDE, en 1981, hace más específica la definición anterior, identificando los pasos intermedios necesarios para el desarrollo de nuevos productos y procesos, describiendo a la investigación y desarrollo (I+D) como sólo uno de estos pasos, indispensable, pero no suficiente, para los propósitos del progreso de las economías.
En ese contexto resulta elocuente el resultado del último Índice Mundial de Innovación, que en su décima edición señala que sigue habiendo un desfase en la capacidad innovadora entre países desarrollados y países en desarrollo y que se observa un mediocre índice de progresión en actividades de investigación y desarrollo, tanto a nivel estatal, como de las empresas, lo que ha levantado la observación que existe en Latinoamérica mucho talento, pero poca innovación, al verificar que en el ranking de ese Índice no aparece ningún país de la región entre las 25 naciones más innovadoras del mundo.
En efecto, en un esfuerzo colaborativo de la Facultad de Negocios de la Universidad de Cornell, la escuela de negocios INSEAD y la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), se evalúa la situación en 130 economías mediante docenas de parámetros, desde la presentación de solicitudes de patente, al gasto en educación. Se puede observar así un panorama muy completo acerca de la actividad innovadora, que es cada vez más un motor de crecimiento económico y social. Se detecta que las naciones de África, Europa del Este y el Sudeste Asiático están avanzando más rápidamente que las de América Latina en la producción de nuevos bienes y servicios que les permitan crecer más y mejor.
Este año, el ranking mundial de innovación está encabezado por Suiza, seguido por Suecia, Holanda, Estados Unidos y Gran Bretaña. Entre las naciones latinoamericanas, Chile ocupó el puesto 46, México el 58, Colombia el 65, Uruguay el 67, Brasil el 69, Perú el 70, Argentina el 76, Ecuador el 92, El Salvador el 103 y Bolivia el 106. Todos los países latinoamericanos y caribeños juntos solicitaron cerca de 1.400 patentes internacionales el año pasado, menos del 10% de las 15.560 solicitadas por Corea del Sur, según datos de la OMPI.
Hay, eso sí, otro contraste; mientras las naciones altamente innovadoras, como Corea del Sur e Israel, invierten el 4,2% de su producto bruto en investigación y desarrollo de nuevos productos, en Latinoamérica el promedio es del 0,5%, Chile aún menos y aun así lidera regionalmente, no hay peor ceguera que no querer ver.