Aparecen, con cierta periodicidad, diagnósticos desfavorecedores, o alarmantes, sobre el estado de la situación nacional, lo realmente malo es, sin embargo, que si se les presta atención, con la debida seriedad, desapasionadamente, se termina por encontrarles la razón. Ocurre de ese modo con el nuevo informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (Ocde), un espejo que libremente eligió Chile para utilizar como parámetro, en la buena decisión de plantearse desafíos duros para alcanzar niveles propios de país desarrollado.
La organización en cuestión advirtió hace pocos días que la recuperación que empieza, con bastante lentitud y limitado alcance, en Latinoamérica, después de dos años de recesión, es insuficiente para las personas, “los resultados no están a la altura de las expectativas de los ciudadanos”, como señaló el jefe de la unidad de Latinoamérica y el Caribe del Centro de Desarrollo de la entidad, sentimiento incrementado y hasta cierto punto asociado, a la desconfianza que tienen éstos en las instituciones, ante la cada vez más notoria presencia la corrupción, de la cual nada parece estar libre.
Según los datos mostrados en el Foro Económico Internacional de Latinoamérica y el Caribe celebrado recientemente en París, el producto interno bruto (PIB) de la región va a aumentar en un 1,2% y entre el 2 y el 2,5% en 2018, cuando en la pasada década se había llegado a ritmos del 5% anual, realidad ante la cual resulta indispensable reaccionar, robustecer la recuperación, enfrentando de la partida el aumentado ”riesgo de desconexión” de la población con las instituciones, de las cuales desconfía, como se prueba en numerosas consultas al respecto.
En efecto, según esta organización, ocho de cada diez ciudadanos consideran que la corrupción está extendida en sus gobiernos, o en las instituciones públicas y privadas, una u otra, o ambas, una sensación que se apoya en evidencia observable por una sociedad más informada, ante hechos más expuestos y con una mayor conciencia de lo que ocurre, la sociedad latinoamericana en su conjunto ha evolucionado a una mayor y más exigente conciencia.
La desconfianza actúa desde la cabecera; el empresariado que no tiene cabal seguridad en el respeto a las reglas del juego, o la estabilidad de las que se establezcan, y de las bases, los propios trabajadores, que pueden sentir que sus esfuerzos no resultan debidamente reconocidos, ambas circunstancias eventualmente asociadas a una productividad de menor intensidad, restringida y cautelosa, que se resiste a declaraciones enfáticas- que con el clima instalado resultan dudosas- de apoyo e incentivo a su mejoramiento e impulso.
Para la organización está claro lo que la ciudadanía espera, que los Estados tienen que mostrarse más transparentes y eficientes y actuar inequívocamente contra la corrupción, se añade que una de las claves es que “la justicia tiene que llegar hasta el final”, aludiendo de paso a la ejemplificadora la medida adoptada en Perú para inhabilitar de por vida para cargos públicos a personas condenadas por corrupción.
Para el ciudadano común, la desconfianza se sostiene en la aparente invulnerabilidad de los grandes actores de las malas prácticas, con costos enormes para los recursos de todos los chilenos, con gobiernos que no terminan de entender la importancia de las cuentas claras.