Para muchos no es ninguna novedad, sólo que sin darnos cuenta, las cosas han cambiado en la familia, no siempre para bien, por mucho que la voz de los tiempos nos señalen, con llamadas a la resignación, que los tiempos son otros y con eso se supone que debemos quedarnos tranquilos. Los tiempos cambian, aunque quede pendiente resolver si los cambios dejan todo mejor que como estaba.
Se han abierto las anchas avenidas de la permisividad, espacios y orificios por los cuales se deslizan los más ágiles en sacarle el cuerpo a las convenciones, o los menos escrupulosos al momento de olvidarlas. Puestas así las cosas, los más pequeños empiezan a pasar por el gran forado del todo vale. En términos sencillos, pasarlo bien, es más grato que pasarlo mal. Comer chatarra es mejor que comidas un tanto insípidas, reunidas bajo el sospechoso título de comida saludable.
El resultado es un personaje quejoso, satisfecho sólo si le dicen que bueno o tiene todo lo que desea, rara vez auténticamente conforme, de tal manera que no importa lo que consiga, siempre falta algo, con adultos siempre en deuda. Este cuadro, muchas veces denominado el Síndrome del Emperador, ha sido objeto de mucho estudio, ya que ocurre en las mejores familias, no sólo en aquellas dignas de informes especiales.
En el fondo, es cosa de oportunidad, no es fácil criar hijos en los tiempos que corren, pero hay que tener claro que es el niño menor el que requiere de referentes confiables para fijar hábitos y es preferible que estos sean buenos desde el principio. Asumir el rol de padres y no de mejores compañeros. Hay que decidir quién es el guía de quien, parece ser muy temprano para el ejercicio pleno de la democracia.
PROCOPIO