En estas circunstancias, la ciencia no es solo un producto barato, requiere una inversión sustancial y demanda ingentes recursos. El momento de la investigación a base de ingenio y buena voluntad terminó, y nuestro país debe hacer eco de ello.
Cuando se describe el momento actual de las sociedades, se menciona que éstas han evolucionado hacia el concepto de sociedades del conocimiento. Esto, en términos gruesos, implica un cambio sustancial en el orden de las prioridades para enfrentar los desafíos de un mundo global. No basta poseer materias primas, tener un imponente poderío bélico o una inmensa masa poblacional. Hoy se requiere contar el motor que ha dejado a algunos colectivos humanos en situaciones ventajosas de desarrollo: el saber, el dejar de ignorar.
Bajo esta nueva realidad, muchas sociedades comprendieron la necesidad de movilizarse en esa dirección. Fueron ellas quienes, de forma progresiva, tuvieron que dejar su carácter industrial y mutarlo en otro, inspirado en el saber, cambio que solo es posible mediante una sostenida política de inversiones elevadas en educación, formación, investigación y desarrollo, programas informáticos y sistemas de información.
En un universo sujeto a continuos, permanentes y acelerados cambios, la única forma de progresar es que las organizaciones, comunidades y personas adquieran cualidades que les permitan prosperar en un mundo competitivo e impersonal, un desafío que compromete a los sistemas educativos y los mercados laborales, tanto como a las organizaciones en empresas y mercados.
La investigación científica, que enseña a pensar y cultiva el espíritu, constituye el mecanismo más poderoso y efectivo para generar nuevos conocimientos. Mismos que pueden, además, ser aplicados en la producción de bienes y servicios, sectores en los que la transferencia tecnológica deriva en avances significativos en materia de innovación, de ahí el binomio inseparable de Investigación y Desarrollo (I+D), como herramienta indispensable para el progreso de las naciones.
En estas circunstancias, la investigación científica es indispensable para la formación de profesionales, la innovación, la competitividad y el diseño de políticas públicas. La ciencia no es solo un producto barato, requiere una inversión sustancial y demanda ingentes recursos. El momento de la investigación a base de ingenio y buena voluntad terminó, y nuestro país debe hacer eco de ello.
En Chile, los recursos destinados a la I+D no superan el 0,4% del PIB, mientras que el promedio de la Ocde sextuplica esta inversión. Misma que sólo aumentó en un 36% en el periodo 2007-2012, muy por debajo del 90% de crecimiento registrado en el mismo periodo de tiempo, por ejemplo, en Argentina o México. En Chile, a diferencia de otros países de la Ocde, la mayoría de los recursos proviene del sector público y, aunque estos se aumenten por esa vía, para alcanzar niveles satisfactorios debe buscarse financiamiento privado con los correspondientes incentivos que ello implica.
No es posible, en la situación actual, esperar que nuestro país ingrese a las autopistas del desarrollo. Con la pobre inversión que se le dedica a la ciencia, corre el serio peligro de perder posicionamiento y transformares en un comprador desprotegido de tecnología ajena, consumidor de productos con obsolescencia incorporada, lejos de la frontera del progreso y atrapado en un círculo vicioso de dependencia.