Hay definiciones que de puro repetidas uno termina por dejar de pensar en ellas, aceptarlas así, sin más han sido dadas como ejemplo tantas veces que proceder a revisarlas es casi una herejía, de ese tipo es aquella que describe al hombre del renacimiento, que sabe todo de todo lo que hay que saber, como se ha escrito de Leonardo da Vinci, irritante individuo al cual no se escapaba nada, insaciable y genial. Hasta el día de hoy hay gente entretenida en buscar signos recónditos y mensajes ocultos en sus escritos o probar en modelos reales si sus inventos de escritorio servían para algo.
Hay definiciones que de puro repetidas uno termina por dejar de pensar en ellas, aceptarlas así, sin más han sido dadas como ejemplo tantas veces que proceder a revisarlas es casi una herejía, de ese tipo es aquella que describe al hombre del renacimiento, que sabe todo de todo lo que hay que saber, como se ha escrito de Leonardo da Vinci, irritante individuo al cual no se escapaba nada, insaciable y genial. Hasta el día de hoy hay gente entretenida en buscar signos recónditos y mensajes ocultos en sus escritos o probar en modelos reales si sus inventos de escritorio servían para algo.
De vez en cuando, no con demasiada frecuencia, menos mal, aparecen estos seres a quienes el planeta les queda chico y sus cabezas hierven de actividad, viendo cosas que nadie más ha visto o pensando en circunstancias que parecen existir sólo gracias a su concurso. En comparación, los sabios y expertos del montón, por más premios Nobel que puedan haber conseguido, aparecen como limitados, fijos en un sector minúsculo del Universo, o enfocados en algún amplio espectro de problemas, pero bajo un sólo aunque poderosos lente, un tanto ciegos a los otros aconteceres.
Esa claridad, en un solo aspecto de la realidad, expone al gran riesgo de ser víctima de uno de los grandes enemigos del conocimiento; la claridad, porque si bien es cierto ésta permite observar gracias a su potente luz, los detalles que permanecían ocultos, al mismo tiempo enceguece y a veces no permite ver otra verdad que estaba justo al lado, invisible por exceso de luz, en el lado de la sombra. Ojalá se nos ocurra a tiempo, de vez en cuando, cambiar la lámpara de sitio.
PROCOPIO