Fleming, Alexander, profesor de bacteriología británico, decidió, en Agosto de 1928, tomar vacaciones, en pleno verano inglés. Cuando regresó a trabajar el 22 de septiembre, descubrió que era un genio, no inmediatamente, pero dentro de poco.
Fleming, Alexander, profesor de bacteriología británico, decidió, en Agosto de 1928, tomar vacaciones, en pleno verano inglés. Cuando regresó a trabajar el 22 de septiembre, descubrió que era un genio, no inmediatamente, pero dentro de poco. Como clásico sabio sucio, había dejado el laboratorio patas para arriba, con todos los frascos hechos un asco y el típico olor a bichos anaeróbicos, lo contrario del perfume de las rosas.
Entre tanto revoltijo había una placa de cultivo de Estafilococos, en la cual se había instalado una colonia de hongos, igual que en una mermelada olvidada en el fondo del refrigerador. Ahí aparece la pequeña y definitiva diferencia con los mortales comunes, no tiró a la basura la placa en cuestión, sino que observó que en la periferia de la población de hongos había ausencia de estafilococos, que habían sido aniquilados por los invasores.
Los compañeros envidiosos le dieran unas paternales palmaditas en la espalda, comentando que a lo mejor el cultivo en cuestión podría servir para algo en algún futuro improbable. Las segundas palmaditas se las dio el rey de Suecia al entregarle el Premio Nobel de Fisiología y Medicina.
La penicilina, uno de los descubrimientos más grandes del siglo XX, es la primera substancia que demostró capacidad para matar microorganismos patógenos en el interior del cuerpo humano. El resultado neto fue salvar miles de vidas en la II guerra mundial y la de los toreros, que aparte de la gravedad de las cornadas estaban casi condenados por la infección de sus heridas, de ahí el monumento a Fleming en la Plaza de Toros de Madrid.
No es poca gracia, ver lo que todos habían seguramente mirado muchas veces, sin ver nada.
PROCOPIO