No es la intención de este columnista abusar del lector con relatos testimoniales, pero tal vez la ocasión de un feriado religioso como el de hoy, sea propicia para ello. Perdónenos el lector esta licencia.
No es la intención de este columnista abusar del lector con relatos testimoniales, pero tal vez la ocasión de un feriado religioso como el de hoy, sea propicia para ello. Perdónenos el lector esta licencia.
Nunca fue el suscrito, demasiado dado a procesiones. Sin embargo, en más de un 8 de diciembre, tuve oportunidad de acompañar a mi abuela, muy devota de la Virgen, en el día de la Inmaculada Concepción, a la procesión para rendirle tributo a la santa patrona de la ciudad.
Siempre me llamó la atención que una distancia bastante acotada para un trotador matutino, cobrara ribetes casi épicos en el contexto de la caminata por el Cerro La Virgen. Lo era al menos para mi abuela y algunas de sus amigas, bien mayores que ella, que sagradamente recorrían esos pocos kilómetros cuesta arriba para dejar sus velas, bajo el inclemente sol de diciembre. Pese a ello, nunca las escuché quejarse. Y es que en esta marcha no cabe la queja, por cuanto se trata de un imperativo ético, una vuelta de mano, el acto necesario de pagar una deuda con mayor poder vinculante para el creyente que cualquier pagaré, CAE, o interés comercial.
El regreso junto a mi abuela y cientos de feligreses se hacía particularmente agradable, por el sentimiento de misión cumplida sumado al más llevadero frescor de la tarde. No era para mí la mística religiosa lo importante, sino la instancia de compartir con mi abuela y de conectarme con una tradición familiar de larga data que tal vez me era un tanto ajena.
Pero la postal que nunca soportó y sigue sin soportar este humilde columnista, es la del basural que deja el comercio ambulante asociado a la peregrinación. He aquí una tradición que bien se podría superar, trocándola por un poco de higiene, algo de cultura cívica y una buena dosis de fiscalización.
PIGMALIÓN