Que el sistema debe transparentase y mejorarse es evidente. Permanentemente se declara la necesidad de recuperar la confianza, en contrario, este sistema hace mucho por hacerla desaparecer.
Que el sistema debe transparentase y mejorarse es evidente. Permanentemente se declara la necesidad de recuperar la confianza, en contrario, este sistema hace mucho por hacerla desaparecer.
Después de una intensa campaña de difusión, para informar a la ciudadanía sobre una iniciativa que garantizara que en los puestos claves de la administración del Estado estarían los más idóneos, con criterios más técnicos que políticos, una promesa emitida en incontables ocasiones por políticos de todos los colores del arco iris, finalmente se aprobó la ley que consagra un sistema elegantemente descrito como de Alta Dirección Pública (ADP).
Después de una docena de años de aplicación de la ley, con centenares de procesos que la han utilizado para poner en las posiciones más críticas y exigentes a las personas más calificadas para desempeñarlas, mucha de la ilusión generada al principio se ha desvanecido, reemplazada por observaciones de insatisfacción, al apreciar que una vez más se ha torcido la nariz a la ley, que éstas se aplican y a poco andar, como reza el adagio, hecha la ley, hecha la trampa. Esta ley, que transformaba la administración del Estado en un cuerpo profesionalizado y altamente competente, se ha desfigurado al estado de parodia.
Para el modo de ser del ciudadano común chileno, esta es otra falacia, del tipo de aquellas sobre las cuales ya no vale la pena insistir, salvo con soterrada molestia o indignación por las expectativas que se habían generado y que han terminado por esfumarse.
En efecto, el tema de la ADP, que constituyó un avance importante en 2003, no ha resultado como se esperaba- un comentario lamentablemente frecuente- los funcionarios, especialmente los de más alto nivel, siguen siendo más políticos que técnicos, lo que no sería demasiado malo si ambas condiciones fueran positivamente copulativas, pero no suele ser de ese modos, pueden llegan a los cargos personas cuyas competencias son a lo menos, dudosas.
La alternancia del poder político, especialmente a nivel presidencial, significa una injustificada reingeniería de servicios cuyos directivos se supone están allí por ser los mejores en las tareas propias de su ámbito. Los ejemplos son evidentes y transversales; como una auténtica razzia se describió, por parte de la Concertación en 2010, las primeras desvinculaciones de directivos de primer nivel elegidos por ADP, del orden del 63% de los cargos vigentes según ese procedimiento. De parecida manera, con comentarios de casi la misma naturaleza, se critica las remociones que ha hecho el actual gobierno, de similar orden de magnitud.
Además de haber desvirtuado el espíritu de la legislación, que habría resultado en una consolidación de la confianza en la idoneidad y rectitud de esos funcionarios, hay que considerar los altos costos de este sistema, no con dinero del Estado, como se suele expresar con cierta displicencia, sino con dinero de todos los chilenos, que bien pudo haberse usado más sabiamente. En cifras; la Ley de Presupuesto 2016 otorgó una suma cercana a US$15 millones para el funcionamiento del Servicio Civil este año, incluyendo los honorarios del Consejo. Un concurso para cargos de primer nivel vale entre $18 millones y $20 millones, los sueldos entre $7 y $10 millones mensuales, por tres años, con indemnización completa si se les pide la renuncia, que es justamente lo que ocurre a menudo.
Que el sistema debe transparentase y mejorarse es evidente, Permanentemente se declara la necesidad de recuperar la confianza, en contrario, este sistema hace mucho por hacerla desaparecer.