Tal vez la premisa debiera ser a la inversa: aspirar a que todos nuestros estudiantes puedan subirse a los patines, sin importar en el tipo de establecimiento en que estudien.
Durante décadas, el Liceo de Hombres de Concepción, Enrique Molina Garmendia, fue un referente obligado de calidad en la educación pública. Dos Presidentes de la República, decenas de ministros, cientos de profesionales, científicos y pensadores que destacaron en los más diversos ámbitos egresaron de sus aulas.
Con esa tradición de excelencia, miles de estudiantes, del Bío Bío y de distintas ciudades del país, aspiraban a entrar al EMG, y no solo alumnos de escuelas fiscales: también muchos jóvenes de colegios particulares, quienes emigraban para cursar allí las humanidades y asegurar así la mejor formación para una futura carrera profesional.
Si bien esa tradición se comenzó a deteriorar hace ya varias décadas, las cifras actuales hablan de que se ha llegado a un punto crítico. Sin ir más lejos, el emblemático Liceo bajó en un par de décadas su matrícula de 2.800 alumnos a 520. En otras palabras, la institución se ha ido desangrando de a poco, sin que se note algún intento serio por frenar esa hemorragia. Más preocupante aún es que lo que ha pasado con el EMG, dista de ser un caso aislado. Por el contrario, la historia se repite en la educación municipal de la Región y del país, dando cuenta de un problema que ningún gobierno ha sabido resolver ni frenar.
Hoy, cuando las políticas gubernamentales se centran principalmente en necesarios avances en materia de inclusión, se constata un fenómeno preocupante para cualquier país con aspiraciones de desarrollo: la excelencia se ha ido convirtiendo en un tabú en nuestra educación pública. Y ello, paradojalmente, ha llevado a perpetuar la desigualdad en el acceso a una educación con un piso mínimo de calidad. Y eso se está agravando.
En efecto, la notoria migración del alumnado del sistema público al privado y particular subvencionado, da cuenta de cómo miles de familias han preferido realizar el esfuerzo de pagar por una educación de mayor calidad, derecho que se ha puesto en entredicho con algunas de las restricciones que el Mineduc ha puesto a muchos colegios particular-subvencionados, cooptándolos a optar por volverse municipales o completamente privados y sin subvención, con la consiguiente alza -muchas veces inalcanzable para la mayor parte de los apoderados- de la matrícula y colegiatura.
Si bien hoy las autoridades competentes del área están haciendo esfuerzos por corregir esta verdadera estampida estudiantil, e incluso reconocen que las cifras de alumnos en la educación pública chilena es porcentualmente la más baja del continente, queda la sensación que las medidas que se adopten difícilmente revertirán esta tendencia, si no van asociadas a un cambio radical en el enfoque de la calidad y la excelencia.
Tal vez valga la pena volver a aquella frase del ex ministro de Educación, Nicolás Eyzaguirre, en la que planteó que la desigualdad entre la educación pública y privada se solucionaba bajando a los alumnos de establecimientos más privilegiados de los patines, y haciéndolos caminar a todos a pie. Tal vez la premisa debiera ser a la inversa: aspirar a que todos nuestros estudiantes puedan subirse a los patines, sin importar en el tipo de establecimiento en que estudien. Sin una visión de lo que queremos llegar a ser, difícilmente llegaremos a una meta satisfactoria.