El episodio es famoso y se solía narrar en las escuelas, para advertir a los niños de los peligros de la ingenuidad y de alguna manera empezar el largo curso de entrenamiento para defenderse de un mundo dispuesto a sacar provecho del descuido o de la debilidad. Discutible objetivo, pero con serias características de realismo, competencias para un mundo imperfecto.
Se trata del intercambio de bienes entre indios y españoles, los europeos ofrecían espejitos, cuentas de colores y cascabeles, chucherías de escaso valor, obteniendo a cambio los pequeños adornos de oro que los nativos llevaban encima. Hay matices, para el indio el oro no tenía más valor que el adorno, los ríos antillanos transportaban numerosas de esas piedrecitas y las baratijas de los españoles, de colores tan brillantes y vivos jamás habían sido vistas. No había como perderse, de tal manera que en realidad era un buen negocio para todos, pero, eso sí, había malicia en una de las partes.
La historia se repite incansablemente, en todas las culturas hay quienes tienen más tecnología añadida y hacen cambios desproporcionadamente ventajosos, lámparas viejas, con un genio factotum incluido, a cambio de lámpara nueva. Puñales de hierro hitita canjeados por su peso en oro.
Como esta historia no termina de escribirse, hoy día mismo pueden estarse realizando transacciones de esa naturaleza, aquí mismo, ingenuos comprando valiosos relojes de marca, más falsos billetes de quince pesos, votantes varios, para acercarse a sus metas con ayuda del recién elegido para algo, o atractivos puestos de alta dirigencia sin derecho efectivo a dirigir, cargos vacíos de poder, dar en fantasía lo que no quiere darse en realidad.
PROCOPIO