Aunque a muchos jóvenes hoy la idea podría parecerles extraña, hubo un tiempo en que ser profesor era visto como un rol importante en la sociedad. Un individuo respetable y respetado; el formador, el modelador, el encausador; el artesano que ayudaría a moldear la arcilla para transformarla en una pieza única; el que ayudaría al niño o al joven a transformarse en una persona íntegra, en lo técnico, pero también en los valores. En esos tiempos, en que los máximos referentes del magisterio chileno eran Gabriela Mistral y Pedro Aguirre Cerda, el profesor que llegó a La Moneda, ya se desempeñaba como maestro normalista, don León Carrasco Vivanco.
Nacido en Santa Juana en 1915, antes de la década del ‘40 ya contagiaba su entusiasmo por la enseñanza a sus estudiantes. Después de trabajar en varios colegios penquistas, se integró a la UdeC hacia 1960 como especialista en Didáctica de la Enseñanza de las Matemáticas. Sus discípulos de entonces recuerdan cómo encantaba a futuros profesores con sus estrategias activas. Sus amigos agregan: "artesano coleccionista y tallador de madera. Cultivador de copihues y amante del jardín y de su familia. Gran conversador en las tertulias. Mesurado en el discurso y sólido en su ejemplo de hombre de bien. Enemigo de las confrontaciones y hábil en componer acuerdos. Consejero de sus amigos y de sus alumnos. Eximio bailarín de cueca de salón".
Su labor universitaria se extendió hasta su jubilación en 1983, pero nunca dejó de enseñar, hasta el día de su muerte, acaecida el jueves pasado, a los 101 años. Es de esperar que con su partida no se extingan los valores que encarnaba, y que más temprano que tarde, el profesor vuelva a erguirse como la figura clave que siempre fue, en una sociedad con aspiraciones de superarse.
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