Hay que disponer, desde la partida, de un marco de cualificaciones. De un instrumento para la adquisición, clasificación y reconocimiento de destrezas, una suerte de plan de desarrollo por eta-pas que se definen a partir de resultados de aprendizaje.
Salvo para un reducido grupo de estudiantes de la educación superior, para quienes la exploración de las fronteras del conocimiento es una aventura gratificante en sí misma, sin las urgencias inmediatas de ganarse la vida, para la inmensa mayoría la educación es más pragmática. Tiene como fin ingresar, lo más exitosamente posible, en el campo laboral. Sin perjuicio de otras realizaciones sociales o culturales, previa satisfacción estable de las necesidades materiales.
La mayoría de los jóvenes de la presente generación tienen sobre el particular aguda conciencia y si la vocación puede ser considerada a la hora de elegir carrera, actualmente el parámetro que más claro describe el atractivo de determinada carrera es su rentabilidad, aunque por supuesto una rentable y que corresponda al tipo de tareas que satisfagan al estudiante, sea el mejor de los dos mundos, un perfecto equilibrio entre el espíritu y la materia.
Si ese es un objetivo prioritario, por ejemplo, ganar más de un millón de pesos al quinto año de egresar, inquieta saber que en realidad 161 mil jóvenes estudian carreras que hoy no cumplen esa expectativa, uno de cada cuatro en el sistema universitario. Según datos de Mi Futuro y del Consejo Nacional de Educación, estas corresponden principalmente a áreas humanistas, técnicas y a Pedagogías, y algunas con bajos niveles de empleabilidad, como las carreras ligadas a la comunicación. En promedio, estos programas reportan ingresos cercanos a los $600 mil y $700 mil luego de algunos años de ejercicio.
Según informes de la Ocde, en el 30% de los casos, los jóvenes no tienen empleo porque su educación y destrezas no son relevantes al mercado laboral. Por otra parte, un 55% de los que están empleados no están aplicando sus destrezas ni sus conocimientos, para esa organización, los vínculos entre empleadores y el sector de la educación superior son relativamente débiles, siendo el talón de Aquiles la inexistencia de un sistema desarrollado por medio del cual los empleadores puedan comunicar sus necesidades a las instituciones de educación superior. Un antiguo divorcio, ya sea por razones históricas y por la estructura relativamente inflexible de la educación superior.
La eliminación de este impedimento requiere enfatizar lo que ha sido considerado como una dinámica optativa, pero aconsejable: la vinculación con el medio, que asoma como una condición obligatoria, la relación estrecha de los diferentes programas de estudio con los sitios donde éstos encuentran aplicación. No como una mirada evaluativa, sino como una herramienta de adaptación, para hacerlos relevantes y pertinentes.
Un segundo y más estructurante proceso es disponer, desde la partida, de un marco de cualificaciones. Es un instrumento para la adquisición, clasificación y reconocimiento de destrezas, una suerte de plan de desarrollo por etapas que se definen desde resultados de aprendizaje, nuevas definiciones, progresivamente más complejas de lo que el estudiante debe saber o ser capaz de hacer, tanto en las aulas como en el lugar de trabajo.
Se trata entonces del desarrollo de un sistema de educación superior articulado, que permita a los estudiantes desarrollar mecanismos de aprendizaje a lo largo de la vida, del tipo indispensable en un mundo mutante.