Debe haber sido emocionante y peligroso estar en el sitio de privilegio durante el Renacimiento, especialmente en el norte de Italia, con las ciudades todopoderosas bajo el férreo control de familias pudientes y sin escrúpulos a la hora de despejar la cancha de obstáculos molestos para sus caprichos del momento, ya sea con el contrato de especialistas en la puñalada letal y sin ruido, o haciéndolo personalmente, ya sea en duelos, ojalá en condiciones ventajosas, o mediante algunas dosis de mortíferos y eficientes venenos.
A tales príncipes y nobles varios, educados, diletantes y extremos a la hora de elegir vestuario y joyas, correspondía tener una jerarquía religiosa a la altura de las circunstancias. Compitiendo mano a mano con tan terrenales características y aficiones, estaba Julio II Giuliano della Rovere, el papa mecenas, soldado y auténtico soberano de la cristiandad.
Faltaba decir que era tacaño a nivel olímpico. Cuando Donato di Angelo di Antonio, más conocido como Bramante le entregó el resultado del encargo, ni más ni menos que el diseño y planeamiento de la Basílica de San Pedro, le pidió al hijo pequeño de éste que sacara un puñado de monedas de oro como pago para su padre, el niño, nada de tonto, lindo él, dijo que no se atrevía a sacar monedas de Su Santidad, obligándolo a sacar él mismo el puñado, obviamente con hartas más monedas, una ocurrencia de Donatito, que parece haber sido espontánea, para sufrimiento de Julio II, que tenía las manos grandes.
Para como están las cosas, con ciertas e inconvenientes tendencias de progresiva mayor frecuencia, parece ser una excelente idea, agregar entre las condiciones para desempeñar determinados cargos, tener un tamaño de manos lo más pequeño posible.
PROCOPIO