Si esto es verdad o una mentira creíble, dadas las circunstancias, no importa demasiado, por lo menos al mismo protagonista, Alejandro Magno, le añade poco, con tanta historia en su corta e hiperquinética existencia, convencido por su madre -Olimpia, que en lo de cordura no las tenía todas consigo-, que era hijo de Zeus y no del alcohólico e hirsuto Filipo y, por lo tanto, tenía que conquistar el mundo, empezando por lo más cercano, el resto de Grecia y a continuación todo lo demás.
El año 333 aC., tras cruzar el Helesponto, el actual estrecho de Dardanelos, rumbo al imperio persa, conquista Frigia, más o menos la región de la actual Turquía y llega a la ciudad de Gordión, epónimo de un rey mítico, Gordias, quien deja a sus sucesores su carro atado con un nudo que tenía todos sus cabos escondidos, el nunca bien ponderado nudo gordiano.
El paso del tiempo hizo que la leyenda naciera, prediciendo que aquel que fuera capaz de desatar ese nudo imposible conquistaría Asia por completo. Alejandro nunca tuvo tiempo para perder en fruslerías, así que después de dar una corta mirada cortó el nudo con su espada, resolviendo el desafío de la manera más expedita.
A partir de allí, Darío III tenía los días contados, al igual que una infinidad de otros habitantes de la región, ya que nunca un invasor masacró a tantos pueblos diferentes como este joven dedicado a quemar las velas por los dos extremos.
Nos quedamos con la idea de problemas tan enredados como el nudo gordiano y la posibilidad discutible de cortar por lo sano, lo cual rara vez es la auténtica solución, aunque sea difícil aguantar las ganas, más bien hay que buscar el cabo y deshacer el nudo, con más razón que fuerza.
PROCOPIO