¿Qué pasa con miles de niños en los centros del Sename, o fuera de ellos, que sufren las consecuencias de la violencia, maltrato, negligencia, soledad o abandono? Los hechos demuestran que los gobiernos han subestimado el problema, y el hecho de que no existan suficientes datos exactos da cuenta de ello.
Para el común de la ciudadanía es absolutamente lógica la necesidad de cuidar a la infancia, lo contrario, resulta a todas luces impensable, sin embargo, la sola existencia de tantas y a veces dispersas instancias para cuidarlos, da claro testimonio que sin tales resguardos los derechos de la niñez no serían considerados, que no están realmente integrados a la vida diaria, que sin la ley o las penas por transgredirlas, los niños serían permanentemente vulnerados.
Esto a pesar de lo universal de las declaraciones, como la más fundamental de todas; la Convención sobre los Derechos del Niño, aprobada el 20 de noviembre de 1989 por Naciones Unidas con el propósito de promover los derechos de los niños y niñas, en un intento de cambiar definitivamente y para bien la concepción de la infancia.
Chile ratificó ese convenio el 14 de agosto de 1990, el que se rige por cuatro principios fundamentales: la no discriminación, el interés superior del niño, su supervivencia, desarrollo y protección, así como su participación en decisiones que les afecten.
Sin embargo, la infancia chilena es afectada por discriminaciones severas, especialmente debidas al nivel socioeconómico de las familias, que hace de la igualdad de derechos y oportunidades una meta difícil de alcanzar, aunque son de reconocer los enormes esfuerzos en esa dirección. Las realidades sociales no cambian solo por decreto, sino por cambios estructurales que han de tener unidad de propósito y continuidad. Más allá de ideologías, los niños deben ser protegidos, por sobre otra consideración.
Últimamente, una serie de escándalos de corte político han vuelto a poner el foco en la violación sistemática de los derechos de la niñez por el Estado chileno, con acusaciones de haber puesto algunas de las instituciones encargadas de la infancia bajo la tutela de funcionarios designados más por colores políticos que por sus particulares competencias o vocación para la delicada tarea de la cual se han hecho cargo, no precisamente por motivaciones filantrópicas.
La profundización de la crisis en el Sename, agudizada por la dura cifra negra de a lo menos 185 niños y niñas muertos durante la última década (al menos las confirmadas por la institución, sin considerar otras tantas denunciadas por el diputado Saffirio).
Si bien no existe aún la debida claridad sobre las razón de esos fallecimientos, si fueron debido a causas patológicas preexistentes al llegar a los centros o por otros motivos, ha conmovido fuertemente a la opinión pública. Se agrega a este cuadro preocupante la reciente fuga de 14 jóvenes de los 17 que había en internado del Centro Cread de Arica.
Los hechos demuestran que los gobiernos han subestimado el problema, y el hecho de que no existan suficientes datos exactos da cuenta de ello. ¿Qué pasa entonces con la situación de miles de niños en los centros, o fuera de las instituciones, sobre los cuales se ejerce violencia o maltrato, o todos aquellos que sufren a consecuencias de la negligencia, del abandono o soledad?
Tal parece que existen solo cuando hay exposición accidental de hechos dolorosos o situaciones expuestas por investigaciones de los medios.
Los proyectos impulsados por el Gobierno aún no salen del Parlamento, como la propuesta la división del Sename, para generar una mayor especialización, así como la creación de un Servicio de Protección de Derechos que atenderá a menores vulnerados. Es evidente, al examinar los grados de avance, que no está en esa orilla el orden de las prioridades, tal parece que el Estado chileno no ha tomado realmente en serio sus compromisos con la infancia.