Mi hija me toma la mano y pregunta si puede ver a mi papá por última vez. Le digo si está segura, que se ve un poco distinto. Su última frazada es la bandera de Naval y una de esas estrellas la cosió él, junto a diez compañeros de los que pocos quedan de pie. Ella lo mira y debe ser una de las pocas veces que no está riendo. Me comenta que algo está mal. “No debió estar de terno, tenían que ponerle la camiseta de su equipo”.
Sabe quién es Pelé, como ha oído lo grande que era Michael Jackson o el Chino Ríos. Y le ha contado a todo el colegio que su abuelo jugó contra el brasileño. Yo hice lo mismo toda la vida y no hubo asado donde no repitiera que le metió un túnel a “Cua Cuá” Hormazábal.
Mis amigos tenían en la pared un póster de Barticciotto y yo, en cambio, un cuadro de mi viejo. Ese donde parecía que todo Talcahuano estaba en El Morro y usaban el pantalón cortito. “Tenía buenas piernas tu papi”, decía mi viejita cada vez que lo miraba.
Nunca dejó de ir a la tribuna a alentar a Naval. No importa la división ni quién diablos jugaba de “7”. Era su casa y muchas veces me dijo “el partido malo malo, pero puta que lo pasamos bien”. Mi viejo era tan duro que dos veces le entró la muerte al área y la sacó del estadio. A patadas. Ni la Unción de los Enfermos lo hizo pedir cambio. Quería ver a sus nietas en el colegio, así que jugó tiempo extra. Con dolor, infiltrado, como sea. Pero siempre con la misma sonrisa.
En el puerto lo conocía hasta el gato, cuando compraba mariscos le echaban cholgas de más en la malla y se sentía vivo cada vez que escuchaba “grande, Perita” o “Ya, Naval”. Siempre le dije que era la estrella de la casa, pero no le importaba serlo. Era sencillo, de salida simple y siempre hacia adelante, como buen “6”. Me llevó a comer picarones a la casa de “Chancharra”, íbamos al kiosco a tomarnos un café con el “Soquete”.
Hace un par de semanas Naval lo homenajeó en el estadio, la gente lo aplaudió de nuevo y le dijo a Edógimo Venegas: “Ahora puedo morir tranquilo”. Ese día fue joven de nuevo y así quería irse, entre fotos y autógrafos, era la forma más bonita de cerrar su historia.
Puede que usted no conozca a Sergio Inostroza y no tiene nada de malo, pero es el futbolista más importante que vi en mi vida. Mi héroe, mi ídolo, mi mejor amigo. El póster en mi pieza. El hombre que murió mirando la vida como niño, jugando hasta el último segundo. En sus tiempos, no era por plata. Viejo, qué lindo que es jugar toda la vida como en la calle. Romperse las rodillas, volver a pararse. No ser nunca un maldito adulto.
Mi hija me suelta la mano y está tranquila. Mira a mi papá y sonríe, la sala se llena de a poco, el hombre se quería ir a estadio lleno y hasta la lluvia paró un rato. Todos cuentan anécdotas y yo vuelvo a “Cua Cuá” Hormazábal, por si alguien no la ha escuchado.
Mañana se despide en serio y estoy nervioso. Me persigno antes de salir a la cancha y pido que todo esté bien. No he dormido en toda la semana y he llorado hacia adentro o cuando cae el agua de la ducha. Mi pequeña se da vuelta y me pregunta si voy a morir algún día. Le respondo que “la gente como tu abuelo no muere nunca. Los que hacen cosas grandes viven en los libros, en la historia. Nadie puede borrarlos”.
Nos abrazamos fuerte y esperamos el aplauso grande, ese que significa que debemos volver a casa. La vida es dura, pero también hermosa y justa. Mañana hay que seguir jugando.