Crítica de cine: Roma
06 de Enero 2019 | Publicado por: Esteban Andaur
La película más personal de Alfonso Cuarón es, además, la mejor criticada del año, y la experiencia es visceral y poética.
El cineasta mexicano Alfonso Cuarón, mi favorito de los Tres Amigos (los otros son Alejandro González Iñárritu y Guillermo del Toro), ganó el León de Oro en el pasado Festival Internacional de Cine de Venecia, con el maravilloso filme Roma (2018), estrenado en Netflix y salas selectas. Cuenta la historia de una mujer mixteca llamada Cleo, una empleada doméstica que, además, hace las veces de niñera de una familia adinerada en Roma, una sección del D.F.
Es un asunto familiar para Cuarón, puesto que se inspiró en sus propias experiencias como un niño en el México de 1970-71, período en que está ambientada la película. Cleo está basada en su niñera, Liboria Rodríguez, o Libo, que es como aparece el nombre en la dedicatoria de la cinta. Cleo es interpretada por Yalitza Aparicio, una profesora de preescolar sin ninguna experiencia en la actuación, y aparece en todas las escenas. Es una de las mejores interpretaciones del año, y que no sea actriz profesional, hace del visionado algo inmediato y auténtico. El elenco entero está compuesto de no actores, por lo que las actuaciones poseen una cualidad intuitiva que es raro ver en el cine de hoy.
La única actriz profesional es Marina de Tavira como Sofía, la dueña de casa y patrona de Cleo. Tal vez quiso aprovechar al máximo sus escenas porque eran pocas, y creo que sobreactuó un poco (excepto en algunas explosiones de ira y las tiernas escenas finales). No obstante, eso es justo lo que Cuarón busca: que si hay imperfecciones en la realización, éstas se mantengan para reflejar la realidad de la vida. Roma es una experiencia profunda.
Comienza con un reflejo: el de un avión en el cielo, sobre un charco de agua. Cleo está limpiando el estacionamiento de la casa, y el cuadro asocia el cielo al agua, como una purificación divina, y lo celestial a lo terrenal, con Cleo al medio. Ella es perseverante, aunque a veces torpe, en la limpieza y el cuidado de los cuatro hijos de Sofía, cuyo marido está cada vez más distante e indiferente. La empleada observa lo que acontece a su alrededor, sin emitir juicios, e intenta vivir su propia vida junto a la compañía de la otra empleada de la casa, quien sirve como su única ventana al mundo exterior.
Hay diálogos en mixteco que están subtitulados, y el director nos abre los ojos ante realidades a menudo ignoradas por el cine de masas. La división de clases es palpable en cada cuadro, y esto nos conecta más con el espíritu pródigo de Cleo, capaz de abandonarse a sí misma con tal de mejorar la vida de los demás. Suceden eventos desastrosos con un sutil realismo mágico, como un terremoto, durante el cual la protagonista se queda de pie, estoica, mientras todo colapsa; y la elaborada secuencia del Halconazo, cuando Cleo observa desde el segundo piso de una tienda de muebles, la matanza de estudiantes en la calle. Ella se queda quieta, como un tótem humano, y ve como un ente divino, suspendido en el aire y superior a nosotros, vigilándonos; su trabajo en la casa funciona como una metáfora de la santidad.
Al cabo y al fin, Cleo es tanto una creación simbólica como una proyección de la memoria del director, y los pasajes de la historia parecen extraídos de una cinta de Federico Fellini. Una banda desfila por la calle, tocando su música, hacia Sofía, mientras ésta mira desolada al horizonte. Una bala humana es disparada para la diversión de una muchedumbre, en medio de una población árida y de construcciones surrealistas. Son escenas que suenan irreales, pero es lo típico de la disonante realidad latinoamericana, y Cuarón es agudo en hacernos pensar que vivimos dentro una película de Fellini: el filme se llama Roma (como la de 1972 del director italiano) y es más o menos neorrealista, como el movimiento en el que Fellini inició su carrera.
Alfonso Cuarón también trabajó aquí como su propio director de fotografía; de nuevo, él no quería ningún intermediario entre su lente y sus recuerdos. Roma está filmada en blanco y negro, y en la visualidad monocroma yace la poesía: estamos viendo un mundo real, que existió hace tiempo, mas lo hacemos de una manera artificial. Roma luce, bueno, como una película, o un retrato familiar tomado en el ‘71.
Cuando la familia va al cine, lo que eligen es Marooned (1969), recién estrenada en México y que inspiró Gravedad (2013), el filme anterior de Cuarón. De pronto, los fotogramas de la primera llenan la pantalla, sustituyendo a Roma, y Gregory Peck en su traje de astronauta canaliza a George Clooney. Ahora bien, Marooned fue filmada en color, y aquí, naturalmente, la vemos en blanco y negro: ésta y Roma se fusionan en la imaginación de Cuarón, constituyendo uno de los momentos más extáticos (y etéreos) de su filmografía.
Otras composiciones visuales nos asombran por su complejidad. Mientras Sofía conduce su auto, la cámara está en la ventana, enseñándonos el paisaje al que se aproxima; entonces Cuarón hace un paneo a la izquierda y vemos a Sofía, y el movimiento se torna en un trávelin, y la playa se asoma por las ventanas laterales; después Cuarón hace otro paneo a la izquierda y vemos a los niños y Cleo en el asiento trasero, y el plano ya es un dolly out. La fotografía es inventiva y osada como en la inolvidable Niños del hombre (2006), y mundana como en Y tu mamá también (2001). Cuarón posee una generosidad nerudiana al celebrar lo cotidiano y lo nimio a través de imágenes hermosas.
Hay numerosos paneos y trávelins de vistas amplias, y es evidente el trabajo comprometido de incontables extras y el diseño de producción para coreografiar los planos, y, así, éstos contienen varias escenas; si hubiera más cortes, habría resultado efectista. La visualidad es austera, volviéndose trascendental, ya que contemplamos la humanidad a través de los ojos de una mujer que no pertenece a esta dimensión. Ella es, adecuadamente, pura.
En la habitación de un motel, una ingenua Cleo está tapada en la cama, y el hombre con el que ha estado saliendo realiza, desnudo, una rutina de artes marciales frente a ella, con el palo de la cortina de la ducha. Es el único momento erótico de Roma, y uno de varios cómicos, al preguntarle Cleo a él si hace mucho ejercicio. Ella es virgen, por supuesto que no sabe cómo llevar una conversación en ese contexto, y la novata Aparicio es perfecta para transmitir los matices de la personalidad de Cleo en ésta y otras escenas de diferentes exigencias emocionales. La fotografía aquí es, asimismo, sobresaliente, puesto que el hombre está encuadrado en un plano fijo, pero con hasta cinco fondos, en cada uno de los cuales él realiza una acción específica, y, a medida que se acerca al lente, la iluminación cambia.
Sin embargo, es el diseño de sonido lo que dota al visionado de visceralidad. Escuchamos sonidos por doquier, conversaciones entre extraños, ruidos de autos, aves, sirenas, árboles, vientos variantes; y los que adquieren énfasis son aquellos de los personajes cuando están lejos, confundidos en la multitud. Estamos dentro de Roma, viviéndola.
Es una bella película que nos hace pensar en nuestros seres queridos, imaginarnos como habrían visto la televisión, cuánto les gustaba escuchar a Juan Gabriel, qué preferían ver en el cine, con qué calzado caminaban por la calle. Cada vez que pienso en Roma, me siento más cerca de sus personajes. Cuarón nos permite participar de su amor por su familia y la vida misma, y nos eleva a un cielo iluminado por un fulgurante sol.