La única exhibición será este jueves 29 a las 18 horas en la Facultad de Humanidades y Arte, UdeC.
¿Cómo hablaría un par de libreros si un cliente les pide un libro de cuentos de hadas para su hijo?
-¿Dónde están los cuentos de hadas?
-En la sección infantil.
-El cliente quiere las versiones originales.
-¿Para su hijo?
-Sí.
-Ésas son más para adultos. Aquí sólo tenemos versiones infantiles, abreviadas, ilustradas con softwares.
A menudo, la discusión procede así. Estos textos escasean en las librerías. Es difícil escapar a la influencia de Disney sobre nuestra percepción de los cuentos de hadas, y la literatura que se produce hoy sigue la estela. Ciertamente, las historias originales son oscuras, cínicas, siniestras. Los protagonistas se encontraban, de repente, inmersos en reinos fantásticos que eran, a su vez, metáforas de los miedos que los niños acunaban respecto al mundo de los adultos. Los más populares no terminan en felicidad, sino en ironía o tragedia. Y eran dirigidos a los niños.
Si ya en la literatura es poco común hallar este tipo de relatos en su forma prístina, mucho más raro es encontrarlos en el cine. Por fortuna, La Casa Lobo (2018), el primer largometraje de los artistas visuales Cristóbal León y Joaquín Cociña (en los créditos, León & Cociña), nos remite a la corriente originaria de los cuentos de hadas, aplicando una estética inusual para un filme y loable para un debut. También, es un trabajo literario en muchos aspectos. Los cineastas toman elementos claros de La caperucita roja y Los tres chanchitos.
La Casa Lobo empieza en una nota irónica y ominosa, mientras escuchamos la voz de un hombre alemán, quien nos cuenta en español, y a veces en alemán, la historia de la Colonia. Había una vez niños que vivían ahí, y trabajaban en un sistema estricto de producción de bienes agrícolas que eran exportados al resto del país; la Colonia era casi un país insular dentro de otro. Es una metáfora de Colonia Dignidad, y luego de la introducción, compuesta de un collage de registros caseros de la verdadera Colonia, nos adentramos en un universo abstracto creado por los directores, al que María, una chica alemana, llega luego de abandonar la Colonia debido a los malos tratos que allí recibía.
Este nuevo universo, naturalmente un bosque, no nos es presentado a través de registros reales y tampoco en un tono mordaz; sino mediante una serie de fotogramas animados en stop motion. El bosque es un espacio ignoto e imposible en la imaginación de la inocente protagonista; es obvio que sea representado de manera abstracta: no es la <<realidad>> que María conoce. Pronto encuentra una casa, a la que ingresa aterrorizada por la amenaza de un lobo que la persigue en la frondosidad nocturna.
La casa es una especie de atril, y las paredes interiores, el papel de los artistas. La técnica es miscelánea, pasando desde la animación a carboncillo, hasta maquetas grandes de papel maché y cola fría, cintas adhesivas, pintadas con témpera, aerosol, etc. Los materiales son evidentes en cada cuadro, por lo que, ya en la visualidad, la película adquiere un cariz metanarrativo (vemos la historia que nos cuenta, y somos conscientes de cómo la está contando). Además, las imágenes nos intimidan, son extrañas y representan miedos y ansiedades arquetípicos; nos remontan a la obra de Jan Svankmajer, por ejemplo, pero también al stop motion de Tim Burton, a los relatos de princesas de Disney. La Casa Lobo asume sus influencias y las deconstruye, amando las estéticas y odiando las políticas.
María viste un atuendo azul, muy parecido al de Bella en La bella y la bestia (1991), o al de Alicia en Alicia en el País de las Maravillas (1951). Ella no ha huido sola. Ya en su nuevo hogar, adopta a dos cerditos y los cría. María los trata como si fueran sus hijos y les da nombres humanos, el primer paso antes de un espeluznante antropomorfismo.
Observamos el desarrollo en las paredes animadas, cuyas líneas se transfiguran en objetos tridimensionales en los interiores, y viceversa. Lo más probable es que la estadía de María no dure mucho tiempo. El hombre alemán persiste en hablar, pese a no estar presente con la muchacha, y sus ansias de recuperarla sofocan nuestras expectativas. ¿Acaso el lobo es el alemán de la voz en off que la está buscando? ¿Y qué si la propia casa es el lobo? Pues María ha entrado en su boca. ¿O si el lobo es el hondo dolor de la chica, del que no puede escapar y que la flagela adondequiera que vaya?
En los cuentos de hadas, lo que siempre se ha mantenido con el tiempo, no obstante, sea en el cine, la literatura, la televisión o la música, es la moraleja. Aquí la moraleja es oscura y retorcida, por lo cercana que se siente con la vida de las personas acostumbradas al cautiverio.
Las voces del hombre de la Colonia y María se confunden en una especie de conversación en off. Los diálogos son entregados en susurros la mayor parte del tiempo, y esto me cansó a veces durante el visionado, ya que la narración se torna plana. Las imágenes son elocuentes en las acciones de los personajes y la iluminación tenebrista; las palabras se vuelven redundantes, sobre todo en el tramo final.
Fue aquí, de hecho, que me percaté de que los directores se excedieron un poco más de los 60 minutos de un largometraje, quizá a propósito, para que la película fuera exhibida en salas comerciales. Una pieza más corta no habría podido optar a esta distribución, menos si consideramos la propuesta sofisticada. Entonces podemos percibir La Casa Lobo como una intervención artística en medio de los ubicuos blockbusters, y, asimismo, le quita el glamour a la animación y exuda la literatura que la gente no suele comprar. Eso es una virtud.
Los cortos que este dúo ha hecho antes, son sólidas demostraciones de su talento, pero es en el largometraje donde, por fin, han emitido su más grande declaración. La Casa Lobo es una de las películas más revolucionarias del cine chileno reciente. León & Cociña han abierto una nueva posibilidad.
Quédate para la escena poscréditos. Es parte de la expresión.