Cultura y Espectáculos

Crítica de cine: Bohemian Rhapsody

El biopic de Freddie Mercury arriesga la veracidad de su vida para no ofender a nadie, y el resultado es insatisfactorio.

Por: Esteban Andaur 18 de Noviembre 2018
Fotografía: Referencial

Bohemian Rhapsody (2018) es la biografía de Freddie Mercury. La publicidad ha sido enfática en esto. No es la historia de Queen, pese a que los cuatro interpretaran y grabaran la canción del título. Así que comprendo las expectativas confusas. Me hace pensar en aquel dicho que asevera que el vocalista es la banda; un lugar común, quizá lo has oído, mas creo que se ajusta a la perfección a cómo los realizadores entienden el legado de un gran grupo de rock.

Considerando el icono musical ingente que es Freddie Mercury, uno esperaría una elegía de este filme. Tal vez incluso una ópera. Eso le habría encantado. Ésta es una película que me ha costado digerir. El guion, cuyo autor es Andrew McCarten, un especialista en biopics británicos que no quedan mal ni con Dios ni con el diablo (como La teoría del todo [2014] y Las horas más oscuras [2017], que les han valido, asimismo, sendos Premios Óscar al Mejor Actor Principal a Eddie Redmayne y Gary Oldman), nos entrega, naturalmente, una versión Apta Para Todo Espectador. Hay cosas que Bohemian Rhapsody hace bien, tan bien que hasta le perdonaría sus profundos problemas. Pero me siento mal, porque ésta es una de mis bandas favoritas (lo digo en serio, ahora que a todos les gusta Queen, y que todos han crecido escuchando a Queen); y esta vez la indulgencia no me deja conforme.

Seamos honestos, la prótesis dental lucía falsa en los tráilers, y luce falsa aquí. Rami Malek se esfuerza lo más que puede en hablar como Mercury (no canta en ningún minuto del metraje). Y aunque consigue el tono de voz correcto, casi idéntico, aun así se le puede ver y escuchar teniendo dificultades para modular con esos dientes más grandes que los verdaderos del legendario vocalista.

Sin embargo, lo que Malek posee, junto con el resto del elenco, es convicción. Dexter Fletcher iba a dirigir, pero Bryan Singer fue contratado y lo hizo hasta la mitad del rodaje, cuando fue despedido por comportamiento irresponsable en el set, y Fletcher volvió. Un rodaje inestable desgasta y deprime a cualquier actor. El hecho de que el elenco tenga tanta química, pese a que el guion no les dé nunca nada jugoso que hacer dramáticamente, da cuenta del compromiso de ellos por conseguir que esta empresa despegase. Malek y los actores que lo flanquean, Gwilym Lee como Brian May, Joseph Mazzello como John Deacon y Ben Hardy como Roger Taylor, crean a su propio Queen de forma orgánica. Las actuaciones, en especial la de Malek, son sobresalientes y son el mayor gancho durante una narración llena de fórmulas aprendidas al dedillo de manuales de biopics.

La historia procede con una estructura tan manida, que es demasiado predecible como para encontrar auténtico placer en ella. Aquí está Freddie Mercury. Y ahora canta con Queen. Y justo en su primer concierto conoce a su futura esposa. Y después los muchachos se ponen a hacer la música de Queen. Y son famosos como Queen. Así va el asunto más o menos. Es didáctica a lo más. Nunca penetramos en el verdadero proceso creativo de estos músicos, o de Freddie en particular. Cuando lo vemos escribir canciones, suele estar sentado y, de pronto, cuando le baja la inspiración, mira hacia el horizonte con lágrimas en la mirada, baja la cabeza y anota la idea que le acaba de llegar.

Es muy fácil representar así la actividad de un genio. El guion es flojo. Ser genio no es fácil, no sólo por tu ego ni tu talento avasallador, sino porque el trabajo es más arduo, aunque no lo parezca. Algunas peleas creativas entre los roqueros están, también, sacadas de manuales, mas el efecto es sincero, pues pelean por cosas que tienen sentido, y los actores viven las escenas.

Las varias coincidencias en la narración a veces son tan inverosímiles, que les sentarían mejor a un cuento de hadas. Las coincidencias son utilizadas como una manera de sintetizar un relato extenso y complicado, lleno de matices, detalles, que darían pie a mejores actuaciones, diálogos y ritmo, por ejemplo. Entonces, me pregunto, ¿por qué querrían ahorrarse tiempo los realizadores en desmedro de una mejor historia?

Bohemian Rhapsody llega a su clímax en una apoteósica recreación del concierto en el Estadio de Wembley como parte del repertorio de Live Aid en 1985, el concierto a beneficio de la hambruna en Etiopía organizado por Bob Geldof. El concierto procede con el arrojo y la vehemencia de un Freddie Mercury, ya enfermo de sida, que sabe que podría ser una de sus últimas veces sobre un escenario. La energía con la que el elenco recrea la música y canaliza el espíritu de Queen, es conmovedora. La mezcla y la edición del sonido, inmediatas cual uno estuviera ahí mismo viéndolos en vivo, me hizo sentir como si el cine no tuviera techo, como un estadio. Y el montaje preciso de las imágenes, desde el piano de Mercury reflejando su rostro, hasta sus pies cuando baila, entre planos de los rostros de sus seres queridos y de las personas en el estadio, nos convierte en parte de la secuencia.

Si durante las poco más de dos horas de metraje estuve viendo la pantalla impávido, a veces impaciente, durante el número de Wembley no vi la pantalla: eso me pasó a mí. El sentimiento visceral de haber visto un concierto, a modo de elegía, es lo bastante poderoso como para no sobrecogerse.

La secuencia de Wembley es una de las mejores del año, y lo que incrementa su impacto es que Malek ha generado una vulnerabilidad tangible en su interpretación. La euforia es máxima, nuestras emociones son enaltecidas, y la película, como una señorita que se retira en lo mejor de la fiesta, termina ahí, en el momento más glorioso de la banda.

Y, aun así, quise más. Quedé insatisfecho, pues no puedo dejar de cuestionar ciertos aspectos.

La desconexión entre la historia y Freddie es palmaria. En lugar de ponerse en sus zapatos y darnos a entender más o menos cómo fue vivir como este hombre, los realizadores eligieron mostrarnos, cual voyeristas puritanos, las partes menos escandalosas de su vida.

Brian, Deacy y Roger suelen sentirse incómodos ante la homosexualidad de Freddie, su rechazo no es nada sutil, y su actitud negativa hacia su amigo gay se extiende a todo el metraje. Me sentí desconcertado. Bohemian Rhapsody soslaya a propósito el terrible asunto de la homosexualidad, para no ofender a miembros del público más conservadores o, mejor dicho, homófobos, y así convertirse en un entretenimiento familiar. Esas entradas no se venden solas.

En consecuencia, el filme deja en la más supina ambigüedad su relación con el mánager Paul Prenter, por ejemplo, sin nunca especificar por qué Freddie insistió en estar con él por tanto tiempo. ¿Fue por afecto? De ser así, no se expresan afecto en los fotogramas. ¿Y por qué tendríamos que imaginar contextos afectuosos entre ellos, cuando Singer y/o Fletcher lo podrían mostrar sin mayores reparos? Encima, la representación del sida es estereotipada y superficial. Los directores no ahondan en procesos humanos y fundamentales como el amor o la enfermedad, puesto que, en el caso de su protagonista, implicaría observar su sexualidad. Y eso sí que no. Así que hubo que abreviar ciertos pasajes para obviar lo que nadie quiere ver. La insensibilidad me dio un poquito de furia.

Escrita a base de recetas cinematográficas y hecha con un terror incomprensible por lo queer, Bohemian Rhapsody no es digna de la audacia, la originalidad y la pasión del hombre al que intenta rendirle honores. Ahora bien, me entretuve. Aunque no sé si se debió a verdadera entretención, o a mi curiosidad por saber cómo la historia llegaría a esa extática secuencia de Wembley, eficiente en disimular las torpezas que la anteceden.

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