Cultura y Espectáculos

Critica de cine: ALPHA

Para ver en este Día del Cine, una excelente opción es este relato arquetípico sobre cómo el perro se convirtió en el mejor amigo del hombre.

Por: Esteban Andaur 30 de Septiembre 2018
Fotografía: Alpha Movie

Europa, hace 20.000 años. Último Máximo Glacial. Tau ( Jóhannes Haukur Jóhannesson), líder de su tribu, organiza un viaje a tierras remotas antes de la gran nevada, en la que los hombres más jóvenes, incluido su hijo Keda, deberán aprender a sobrevivir bajo condiciones extremas y proveer a la comunidad cazando y recolectando. En medio de la ruta, un accidente ocurre y Keda es separado del resto, y en su arduo intento de encontrar el camino de regreso a casa, encuentra a un lobo, y tal vínculo dará pie a la amistad que cambiaría el curso de la humanidad; al menos, eso es lo que un inconfundible Morgan Freeman nos afirma en su narración introductoria.

Es la historia del crecimiento de un muchacho y de la apropiación de su identidad, que hemos visto, escuchado, leído en incontables ocasiones y en infinitas formas. Y Alfa (2018) es una de esas formas, y la película, además, se figura cómo el perro se convirtió en el mejor amigo del hombre. Suena ingenuo y, sin, embargo, el guionista/director/productor Albert Hughes (en su primer largometraje sin la colaboración de su hermano Allen) encuentra algo nuevo que decir. Es una grata sorpresa.

El filme comienza en la aldea, cuando los adultos están midiendo la fuerza de los jóvenes antes del viaje iniciático, agrediéndolos físicamente. No es el tipo de escena que encajaría dentro de lo llamado <>; mas Hughes es inteligente al concentrarse en el rostro angustiado de Tau, mientras que la violencia sucede desenfocada detrás de él. El director no teme mostrar a los hombres como seres vulnerables, incluso cuando son poderosos, y nos ofrece una visión inusual de la masculinidad: la deconstruye asumiendo que la brutalidad era una exigencia vital en contextos arcaicos, y no algo inmanente a los hombres.

Tras el accidente, Keda es acechado por unos lobos, y hiere a uno de ellos defendiéndose. Cabe señalar que para él no es fácil maltratar a un animal: es un muchacho consciente de la tierra que lo rodea y de los seres vivos que la habitan, y tiende a cuidarlos. Es casi un instinto en él, y en un acto de compasión, decide tomar al lobo, llevarlo a una cueva, a guarecerse ambos de los peligros de otros depredadores y del clima, y lo cura. Lo llama Alfa; el can es interpretado por Chuck, un perro lobo checoslovaco cuyo entrenador debe sentirse orgulloso de que su mascota se robe la película y sea capaz de sostener el drama tanto como Smit-McPhee. Desde entonces, la evolución de un personaje reflejará la del otro.

La sensibilidad de nuestro protagonista lo hace más inteligente que los demás, ya que esa súbita preocupación por un ser vivo, un can en este caso, lo empujó a sobrevivir.

Pero ésta es también la historia del amor entre un padre y su hijo. Tau nutre la mente de Keda de sabiduría rudimentaria sobre seres humanos, animales, tierra y espiritualidad, conocimientos que su hijo utilizará al enfrentarse a los peores miedos de un joven hombre, como perder a su familia, a su comunidad, la propia vida, o tal vez encontrar esta misma, y no tiene más opción que enfrentar cada uno de esos miedos. El temor es primitivo a la vez que íntimo, y el muchacho encuentra con quien desahogarse en Alfa, contándole en una especie de monólogo (cuya continuidad está quebrada según el orden de las escenas) lo que siente al lobo fiel. Las palabras son certeras y nunca empalagosas, y como el personaje es tan inteligente como el guion, nos identificamos con él.

En la región septentrional poblada por la tribu, el sol no se ve tan intenso, y los parajes son agrestes y vastos. El director de fotografía Martin Gschlacht consigue un visceral uso de sombras en sus composiciones, haciendo palpable la indefensión del hombre ante el mundo. La cámara se mueve con inesperada gracia sobre las montañas y los valles, creando un estilo visual épico y poético, profundizando el impacto emocional.

Alfa no sólo una de las películas con el mejor look del año, sino también una de las más audaces en creatividad. Los realizadores se tomaron en serio el contexto histórico (o prehistórico, mejor dicho) de su filme, y crearon un idioma ficticio para que se comunicaran los personajes (excepto por las palabras de Freeman, lo único en inglés). El diálogo es, adecuadamente, elemental, mas crudo en emoción, y no podemos ni cuestionar la autenticidad del lenguaje, debido a la convicción de las interpretaciones. Es admirable lo que hace Smit-McPhee con un rol que supone un desafío dramático más físico que verbal, ya que tiene que contar la historia a través del movimiento de su cuerpo y el rictus de su cara, al igual que lo hace Jóhannesson como el padre, cuyo rostro expresa el costo moral de infligir dolor en un hijo para enseñarle a vivir. Ambos actores se comprometen tanto con sus papeles, que nada más viven su lazo parental en la pantalla.

Hughes se reserva para el final una de las mejores cosas, un giro argumental relativo al género, el cual sería forzado si no tuviera lógica en los breves desarrollos posteriores, abriéndonos aún más posibilidades en cuanto a lo que, realmente, hace a un hombre.

Alfa descubre nuevas capas de humanidad en un relato arquetípico, estableciendo, con ambición narrativa y belleza visual, cómo la evolución de una persona está dada según los afectos que siembre en el camino. Y ésa es la aventura más grande

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