Cultura y Espectáculos

Megalodón

Pudo ser una película de cine B de alto presupuesto. Pero es repetitiva, poco novedosa, y sólo se recupera hacia las escenas finales.

Por: Esteban Andaur 18 de Agosto 2018
Fotografía: Película

Una bañista a punto de ser devorada por un gran pez. Así era el afiche de la temprana obra maestra de Steven Spielberg, Tiburón (1975), tan icónico que incluso una escena en Jurassic World: Mundo Jurásico (2015), donde un dinosaurio marino se come a un tiburón, hacía la sugerencia patuda de que el filme de Colin Trevorrow era superior al clásico playero de Spielberg (¡imposible!) o, al menos, a la franquicia jurásica en sí (¡jamás!). Para demostrar la perfección de Tiburón, no hubo película casi a su nivel, con el pez del título como el villano principal, hasta el estreno de la maravillosa (y todavía subestimada) Miedo profundo (2016), con una excelente interpretación protagónica de Blake Lively.

Apenas dos años después, Hollywood se zambulle de nuevo en el mar de las posibilidades del terror acuático, con un gran presupuesto y una campaña de marketing inventiva.

El afiche de turno tiene a un buzo a punto de ser devorado por un tiburón blanco (la referencia es palmaria), y ambos están a punto de ser despedazados por unas mandíbulas ingentes de desconocida procedencia. El título nos aclara de qué pez se trata esta vez: Megalodón (2018), dirigida por Jon Turteltaub, experto en blockbusters, y basada en una novela de Steve Alten. A grandes rasgos, trata de ser casi idéntica a la película de Spielberg. Parafraseando a Roy Scheider, Megalodón suple la necesidad del bote más grande y, asimismo, nos da un pez muchísimo más grande y más personajes de los que necesitamos, los cuales no son arquetipos, sino clichés. A veces menos es más, y Miedo profundo entendió esto perfectamente.

Jason Statham protagoniza el filme como Jonas Taylor, un buzo de rescate que, luego de una tragedia laboral y de que su versión del accidente sólo obtuviera el descrédito de sus superiores, deja su profesión y se aboca al alcohol y la vida fácil. Cinco años después, su exesposa y dos colegas del centro de investigación oceanográfica Mana One, se ven en un aprieto fatal: mientras inspeccionan el fondo marino, algo gigante y desconocido intenta destruir su pequeña nave subacuática con violentas embestidas. En medio de la urgencia, Jason es llamado para acudir en su auxilio, y, aunque reticente, puede constatar lo que nadie le había creído años atrás: en el fondo del mar habita un megalodón, un tiburón prehistórico, y es obvio que no es el único en su especie.

Como consecuencia de la fallida expedición, éste emerge a la superficie a devorar seres humanos como desayuno, almuerzo, cena, repetición. Ahora Jason tiene que ayudar a arreglar el desastre involuntario que ocasionó Mana One, cuyas apoteósicas instalaciones se encuentran rodeadas de peces y burbujas en algún punto del piélago.

Este desarrollo crucial en Megalodón está empapado de un subrepticio humor negro, y si el filme hubiese explotado esa cualidad, el resultado habría sido más festivo, ágil. En su lugar, la película se toma demasiado tiempo en llegar al Meg (mote que le dan al megalodón). Tiende a atascarse en exposición, mas no nos aburre, ya que los personajes que hablan, pues, se desplazan por la escenografía; y porque el mero título ya nos genera bastante expectación como para estar atentos a la primera aparición del pez ancestral.

El ánimo de Turteltaub en los primeros actos es demasiado serio. Hay sentido del humor, claro, pero está reservado a personajes secundarios cuya única tarea es emitir chistes. El hecho de que yo extrañara un mejor desarrollo de los personajes es raro en sí, pues la mayor virtud del guion es su absurdidad, la que es ignorada constantemente.

Los efectos visuales son mediocres: el Meg se ve de CGI durante todo el metraje, y siento que no era el propósito elaborar un estilo de cine B de este modo. Tampoco vemos a este leviatán de cuerpo completo muchas veces, y cuando lo hacemos, luce borroso, como a la distancia y oscurecido por la fotografía; encima, sus planos son breves y están intercalados entre varios de los personajes y de embarcaciones dañadas.

Los diálogos pudieron haberse concentrado en establecer el conocimiento científico del mar y del megalodón, pero es de lo más derivativo y baladí, sólo con escuetos alivios de ingenio.

El problema es que hay un desequilibrio en el tono, donde la seriedad engulle las bajas dosis de risas. Estoy seguro de que los realizadores, con tal de otorgarle al público una entretención veraniega descerebrada, pensaron que el tamaño del Meg bastaría para asustar a los espectadores, o incluso reescribir la historia de los blockbusters del verano (eh, no). Sin embargo, si ya la factura no tenía mucho que ofrecer, entonces lo narrativo debía ser un poco más original, y no una payasada que no sabe que lo es.

Por fortuna, el tercer acto, que transcurre en las playas de China, salva a la película del naufragio. Es como si el Megalodón hubiese inspirado un nuevo aliento de vida. La acción es intensa, cómica, vistosa. Los numerosos bañistas chinos tienen personalidades que, aunque no sean profundas ni arquetípicas y se limiten a gags, irradian la viveza que eché de menos en los protagonistas, y el diseño de producción colma los fotogramas de colores.

Ahora bien, pensemos en Jurassic World: El reino caído (2018), otro blockbuster de animales prehistóricos que se recupera por completo en el tercer acto; tiene, además, un humor más recurrente, mejores efectos visuales y fotografía, y es más ambiciosa a nivel narrativo. Éste sí que es un taquillazo de verano.

No es que quisiera que Megalodón fuera la nueva Tiburón ni la secuela ideal de Jurassic World. No quería que fuera psicológica ni críptica, ni siquiera dramática. Quería que fuera un espectáculo colosal o novedoso, tal vez frenético, y refrescante como el mejor día en la playa. Statham es carismático como el héroe, y el enorme tiburón anda feliz comiéndose a los bañistas; pero la diversión no es proporcional al tamaño del Meg.

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